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El Tío Cuco, un bar de obreros, un día después de Salvados
En la cafetería de Nou Barris donde se grabó el cara a cara entre Albert Rivera y Pablo Iglesias, los periodistas llegan en un goteo incesante para hablar con la dueña
Dicen que Barcelona está abarrotada de turistas. Infestada. Abrumada. Que casi no cabe uno más. Pero eso no es del todo cierto. Me monto en la línea verde de metro, en dirección contraria al centro, y compruebo que en la estación de Vallcarca el vagón se vacía por completo de familias rubias, parejas asiáticas con una cámara colgada al cuello y jóvenes de piel pálida y ojos azules. Allí está el Parc Güell, en lo alto del Cerro de las Tres Cruces, que se alza como una columna de Hércules que marcara el “non plus ultra” para los visitantes. No hay nada más allá. Esa Barcelona no despierta interés. El metro sigue y en su interior queda poco rastro de la capital catalana que se vende al exterior: hay personas que parecen vestidas al estilo de los 90, hombres con un pelado infrecuente en alguien que supera la cuarentena, parejas sin pinta de hacer deporte que visten de chándal, una señora mayor con un jersey casero. Se mezclan inmigrantes viejos, de otras partes de España, con nuevos, que tienen acento árabe o de Bangladesh. En Canyelles, en el distrito de Nou Barris, no se oye mucho hablar en catalán. Tampoco hay esteladas colgadas de ventanas y balcones.
Éste es el barrio que eligió el periodista Jordi Évole para el cara a cara entre los dos líderes políticos de moda, Pablo Iglesias y Albert Rivera. El bar que sirvió de set de grabación, el Tío Cuco, hoy, el día después de su emisión, experimenta una agitación inusual que no gusta nada a su dueña, Cecilia, que trata de atender a su clientela habitual mientras un goteo incesante de periodistas le planta un micro delante. Évole aseguró que era un “terreno neutral”, porque en las municipales ganó Ada Colau -a la que asimiló a Podemos- y en las catalanas hizo lo propio Ciudadanos. Sin embargo, de las paredes del Tío Cuco cuelgan pequeñas estampas que reproducen carteles del bando republicano durante la guerra civil española. Cecilia se esfuerza por convencer a los periodistas de que no hay noticia en su bar, que es un sitio «clásico, de obreros. De bocadillo de bacon y lomo. Nada idílico», según explica en una entrevista con Cadena Ser. Su gesto se va volviendo cada vez más serio. Pide a los periodistas que la dejen atender a su clientela. Jubilados, parados, currantes que hacen una parada a media mañana. Estos tratan de relajarla y le dicen que no se preocupe, que no llevan prisa. En una de las estanterías hay dos cajas de cereales con caricaturas de Iglesias y Rivera. Las ha llevado un chico y ha pedido que las dejen ahí. Todo es un poco extraño hoy en el Tío Cuco.
Me siento discretamente en la barra y observo. Pido un café con leche y comienzo a hablar con un jubilado, Ramón, que me cuenta que todos los políticos son iguales y que la tercera guerra mundial está cerca, porque al final el interés de los poderosos es lo que manda y al conflicto planetario es a donde nos lleva toda esta historia. “Pero bueno, no hay que llorar, ¿eh? Ahora estamos vivos, así que mientras lo estemos hay que disfrutar”, opina. Se acerca otra periodista, de una gran cadena de radio, e interrumpe a Cecilia en su trabajo mientras se dirige a ella “como si la conociera de toda la vida”, le afearía luego un cliente habitual. Es la manía que tenemos los periodistas de “echarle cara” para conseguir unas declaraciones, una actitud separada del perder la educación por una fina línea que no todos saben o quieren respetar. Ninguno le pregunta si le viene bien hablar en ese momento. Simplemente se plantan y disparan. Pienso qué sentiría yo si estuviese trabajando y alguien me interrumpiera sin muchas explicaciones y me pusiera un micro en la boca. Le digo a Cecilia que yo también soy periodista pero que no se preocupe, que no tengo prisa. La otra reportera ataca. “¿Cuánto tiempo tiene el bar?”. “Cuarenta años, lo heredé de mis padres”, explica Cecilia, cuya familia viene de Salamanca. “¿Conocía a Évole?”. “No”. “¿Entonces por qué se eligió este bar?”. “Pues no lo sé. Aquí se grabó una campaña de la Generalitat de la TDT. Supongo que las fotos del bar estarían en algún archivo”, responde. Cecilia no concede ni media sonrisa. No le sale. La periodista se acaba marchando después de convencerla para conectar en directo con su emisora y responder a unas preguntas. Cecilia se acerca y me dice que le pregunte lo que quiera. Le aclaro que estoy allí para hablar con los vecinos para un reportaje sobre Ciudadanos, que no se preocupe, que no tiene nada que ver con el bar. La excusa del programa me viene bien, eso es todo. Me propone un par de clientes para hablar con ellos. “Pero no sé si te valdrán. Son más de Podemos”, me cuenta. Entre unas cosas y otras concluyo que, pese a las palabras de Évole, está claro no estaba un lugar del todo neutral. Una clienta comenta: “Yo hubo un momento en que, cuando Rivera habló de la sanidad y los inmigrantes, me entraron ganas de tirarle algo”.
Llegan tres cámaras, con sus respectivos reporteros. El de una gran cadena estatal apoya medio cuerpo encima de la barra y, con una sonrisa de oreja a oreja, estira el micro mientras pregunta. “¿Qué, mucho lío el día después, eh?”. Cecilia sigue cortante, agobiada. “Sí, pero realmente es por vosotros. Mis clientes son los de siempre”. La sonrisa del reportero no se atenúa en ningún momento. “Pero bueno, ahora tu bar es famoso”, insiste. “Mira, este tipo de fama… a vosotros lo que os pasa es que tenéis un lunes raro y por eso venís aquí, pero no hay noticia”. El periodista hace un par de preguntas más y se da por vencido. Ella se disculpa por el tono cuando éste baja el micrófono, pese a que no ha perdido la compostura en ningún momento. “A veces desvarío”, se excusa. Le dicen que vendrán luego a grabar una entradilla en el lugar. Lo mismo le pide otra chica de una televisión catalana. Cecilia dice que sí a todo y coge aire. Pido una cerveza y me acerco a uno de los clientes que me propuso ella. “¿Estuviste en el cara a cara?”, le pregunto. “Sí, me pasé. Saludé a Pablo y me quedé un rato. Bueno, en la tele parece que estuvieron aquí poco tiempo, pero se grabó en tres días. Vinieron un día para la promo, otro para el paseo y otro para el debate, que duró mucho”. “¿Y quién crees que ganó?”. “Pues lamentándolo mucho, creo que Rivera. Le atropellaba, le llevaba a su terreno, se nota que tiene más experiencia. Y al final la gente, más que con los argumentos, se queda con eso, con quién gana un debate. Es una pena”. Algunos de los presentes se confiesan votantes de Podemos pero están enfadados con la ejecutiva del partido por cómo se han hecho las cosas en la campaña catalana. Pero esa es otra historia. Uno de ellos me da su contacto y quedamos para otro día. Pido la cuenta. Cecilia me invita al café. Al salir me cruzo con otro periodista.