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España y el poder blando del tío Sam
El autor reflexiona en clave crítica sobre la presencia y los intereses militares estadounidenses en España desde el franquismo hasta la actualidad
Hace unos días el Secretario de Defensa Ashton Carter visitó España para apoyar los planes del Pentágono destinados a aumentar -ante la convulsa situación en Oriente Medio y en el norte de África- la presencia militar norteamericana en nuestro país. Un paso importante en esta estrategia ha sido la reciente modificación del Convenio de Defensa hispano-norteamericano (1988), que permitirá un incremento del contingente militar estadounidense desplegado en la base de Morón de la Frontera. Algunos colectivos (grupos pacifistas y antimilitaristas, organizaciones de la izquierda alternativa, etcétera) han alertado del peligro que para la seguridad de nuestro país implica tal enmienda, que convierte la base sevillana en emplazamiento permanente de las fuerzas estadounidenses para operaciones en África. Sin embargo, esta cesión de soberanía apenas ha atraído la atención de la opinión pública española, para la que también han pasado desapercibidas la incorporación de la base naval de Rota al escudo antimisiles de la OTAN y las maniobras militares Trident Juncture (las mayores desde el final de la Guerra fría) que dicha organización está realizando este mes en suelo patrio.
Pero si miramos al pasado, la actitud de la sociedad española ante la política exterior de la superpotencia no siempre ha sido tan silenciosa como en la actualidad. Comenzando este recorrido por los episodios más recientes, todavía quedan en la retina las gigantescas convocatorias contra la invasión de Irak, que sacaron a la calle a unos diez millones de españoles a comienzos de 2003, encontrándose las manifestaciones de Madrid y Barcelona entre las más multitudinarias de la historia de España. Aunque sin llegar a alcanzar una dimensión tan masiva, la campaña “OTAN no, bases fuera” congregó (en marchas a las instalaciones militares, festivales de música, recogida de firmas, caceroladas, cadenas humanas, carreras populares, etcétera) a varios cientos de miles de personas entre 1981 y 1986, en lo que representó una de las movilizaciones más intensas y duraderas de las surgidas en España después de la dictadura.
Antes, los años 60 habían sido testigo de un aumento del antiamericanismo en este país a causa de la guerra de Vietnam y del apoyo estadounidense a Franco. Una creciente desconfianza hacia el «amigo americano» que llegó a inquietar a la diplomacia estadounidense, preocupada por el porvenir de las bases en caso de que la muerte del Caudillo fuese seguida por un cambio de régimen controlado por las emergentes fuerzas de izquierdas. Para desactivar ese peligro, la superpotencia desplegó desde mediados de la década una estrategia de poder blando, llevada a la práctica a través de diversos programas culturales y educativos destinados a establecer contactos con quienes pudiesen jugar un papel relevante en una eventual sucesión de Franco. El objetivo no era otro que el preparar el terreno para una transición ordenada y moderada, que no comprometiese los intereses defensivos de Washington en la península ibérica, un valioso enclave geo-estratégico en la Guerra Fría.
Ciclos de conferencias, exposiciones, proyecciones de cine, revistas, bibliotecas y «semanas americanas» conformaron el frente cultural estadounidense destinado a ganar las mentes y los corazones de las futuras elites posfranquistas. A través de estos canales de seducción cultural se pretendía fomentar entre tales elites actitudes favorables hacia el modelo político, defensivo, cultural y económico made in America. La punta de lanza de esta maquinaria de la persuasión fueron los programas de intercambios financiados por el gobierno estadounidense para atraer a líderes que actuasen como portavoces del mensaje norteamericano. Desde mediados de los 60 hasta finales de los 70 participaron en programas como el Fulbright o el Foreign Leader Program no pocos de quienes posteriormente se convertirían en exponentes del establishment político, cultural, universitario y periodístico de la España democrática, como Julián Marías, Pedro Altares, Gregorio Peces-Barba, Carmen Laforet, José Felix Tezanos, Óscar Alzaga, Jorge de Esteban, Javier Tusell, Juan Luis Cebrián, Miguel Ángel Aguilar, Javier Solana, Jordi Pujol, Pilar del Castillo o Josep Borrell, entre otros.
Es decir, cuando el «Generalísimo» murió, los aparatos culturales y propagandísticos de los EEUU llevaban una década diseminado las ideas y valores norteamericanos entre buena parte de quienes serían los rectores políticos y culturales de la transición. Se podría sugerir entonces que el “poder blando” desplegado por la superpotencia en la España del periodo contribuyó a modelar el pensamiento y las actitudes de las nuevas elites intelectuales y culturales. Las mismas que construyeron los mitos y relatos que dotaron de estabilidad y cohesión al régimen nacido de la Constitución de 1978. Por lo que no llama a sorpresa que dicho discurso dominante se tradujese, en lo referente a la política internacional, en un firme y duradero vínculo con Washington, capaz de resistir a las intensas movilizaciones populares contra la entrada de España en la OTAN y la guerra de Irak. Lo que extraña más es que en la coyuntura actual, en la que esas narraciones canónicas parecen perder su pasada capacidad para generar consenso y orden, las fuerzas que abogan por un cambio político apenas hayan promovido el debate crítico sobre una alianza defensiva que menoscaba la soberanía y la seguridad nacional en un contexto mediterráneo cada vez convulso.
*Óscar Martín García es Investigador Marie Curie en el Instituto de Estudio Avanzados de la Universidad de Aarhus (Dinamarca), donde estudia las relaciones entre Estados Unidos y España durante el franquismo y la transición