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La soledad
'Hay muchos tipos de soledades y todos deberíamos saber reconocer cuál es la nuestra", afirma el autor
No sé si taberna, restaurante o bar, más bien casa de comidas, de esas con portones de madera que clausuran el negocio por la noche y que antes -antes hace mucho- daban a las casas de Madrid aire de fuerte a la espera de la acometida comanche. Ahora, rodeado de negocios huecos que sirven platos insustanciales, aquello parece un túnel del tiempo a cuando las mesas eran vestidas con manteles a cuadros, en las paredes colgaban fotos de escritores y se empezaba, al menos en invierno, por el plato de cuchara. Por allí paraba un hombre anciano pero aún recto, barba blanca valleinclanesca, periódico bajo el brazo y silencio elegante. No se despojaba de la americana, como no lo hacía de esa mirada de ojos cansados pero inteligentes, de los que observan desde el saber que quizá ya no volverán a ver el próximo otoño pero aún tienen esperanza porque otros disfruten de la primavera. Siempre solo, en ese resultado de la vejez en la que los compañeros de tertulia hace tiempo que dejaron de hablar. Una soledad adusta, pausada, segura, como sus pasos o el saludo en silencio -una breve inclinación de cabeza- cuando abandonaba el bar.
Hay muchos tipos de soledades y todos deberíamos saber reconocer cuál es la nuestra. Sobre todo en un momento donde estar solo sale demasiado caro, a juzgar por la sombra de los peces enormes que nadan en el estanque a la espera del siguiente bocado.
Vivimos un octubre raro donde todos los caballos de la política buscan jinete para no quedarse solos en la carrera de diciembre. Una especie de danza alocada de hormigas a la espera de la lluvia, en la que fuera de los focos pero dejando caer filtraciones, los que se dedican a esto -desde hace mucho o recién llegados, todavía con alguna pegatina de Sol en la suela de las bambas- se reúnen, cenan, comen o charlan, siempre informalmente, a ver qué hay de lo suyo.
Da la sensación que los más honrados, es decir, los que se creen realmente lo que dicen, tienen todas la papeletas para quedarse fuera de la gira del circo a partir de enero. A otros les pasará lo mismo, pero ya habrán apañado la asesoría en la multinacional, las conferencias en el extranjero o el libro de encargo con la gran editorial, que, no se crean, la vida se ha puesto muy cara incluso para los que aspiran a ser ricos. Es la soledad del que estuvo a punto de serlo pero verá a otros ocupar su escaño o su sillón en la tertulia del sábado noche (esta última con más audiencia y mejor pagada). Una soledad de sofá y fideos chinos en piso alquilado o de sábanas frías en un hotel de Chicago tras la charla en inglés vacilante.
Luego está la soledad de los que un día salieron a la calle, en la enésima tropelía que se derramaba a la opinión pública como aceite negro de motor muy usado, y tuvieron la mala fortuna -o quizá un rostro ya reconocible para el mando policial- de acabar de rodillas, esposados y con un par de buenas gritos -de los de España con bigote y aliento a torreznos- y ahora con año y medio de cárcel enfrente del señor juez. De esta se llaman Sergio y Víctor, pero seguro que ustedes conocen otros nombres. Esta es la soledad que queda después de haber estado muchos en la calle, esa que resta cuando los gritos se vuelven susurros, la indignación mirada abnegada y los compañeros pro-hombres respetables, esa que queda cuando cada uno vuelve a lo suyo menos los que se quedan, obligados. Esta soledad es del tipo injusto, de esa que no deberíamos permitir.
Ayer, ella, me contaba que también se había sentido sola. Como esas veces en las que ibas a un cumpleaños y los críos que formaban parte del elenco festivo no sólo te daban de lado sino que se esforzaban por hacer explícita tu lejanía. Lo malo es que ya no somos niños ni estamos de cumpleaños y parece -qué diablos, es- que cuanto más impostadamente sublimes quieren ser las escenas, los circuítos, los eventos, más tosca es la forma de no reconocer el esfuerzo de quien trabaja a la sombra por un verdadero interés en su labor. Esta es una soledad, que bien tomada, sirve como condecoración de guerra, de esas batallas que perdemos pero que nos hacen necesarios, al menos, a los ojos de quien nos quiere.
A mí la soledad me pilla siempre con el paso cambiado, cuando parece que más acompañado estoy. Riadas de felicitaciones en línea, elogios gloriosos, sonoras palmadas en la espalda. Un artículo en el mejor de los casos, unos cuantos mensajes incendiarios en 140 caracteres en el peor de ellos. Gracias por poner palabras a lo que pensaba, me dicen, gracias a ti por leerlo, respondo, sincero, agarrado a lo único que nos queda a los que escribimos y no tenemos casi nada.
Y luego el silencio, la soledad. Las cifras de venta de libros que no llegan ni para convidar a los amigos a una cena:
– Estamos solos – le digo al poeta, el de San Blas, que ahora ha vuelto al teatro y prepara una buena fogata brechtiana.
– Más de lo que te piensas – me dice mientras volvemos a la peri y estamos atrapados en un atasco – mira, en el último recital que hice no vino nadie. Y cuando te digo nadie es nadie. Así es imposible, así no se puede – y las luces rojas de freno de los otros coches le golpean en la cara.
– A ver si el proyecto que te dije me sale, y estos se acuerdan de mí y…
Y así días, meses, años, esperando esa llamada, ese favor que no pediste, ese golpe de suerte que nunca llega. La soledad, supongo, se lleva mejor con horizonte que con tener que contar los cigarros que te quedan para pasar la semana. La soledad es ese vacío en el estómago cuando te das cuenta, que tras la tormenta, siempre vuelve la insoportable calma.