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Cuando Artur Mas bajó del helicóptero
Artur Mas ha usado las ganas de independencia, pero no las ha inventado. El conflicto está ahí desde mucho antes de que Mas lo metiera en su saco
En junio de 2011, un recientemente nombrado president Artur Mas tuvo que ponerse en manos del responsable del operativo de los Mossos d’Esquadra y subir resignado a un helicóptero policial que le permitiera, como al resto de diputados, acceder al Parlament por aire. Con el ruido de las hélices, el presidente catalán probablemente no llegó a escuchar, aunque ya los conocía de sobra, los gritos de los catalanes que, abajo, a las puertas, protestaban como en el resto de España contra las políticas comunes de recorte, de amiguismo de mercado y contra la represión del Govern ejercida días atrás contra ciudadanos concentrados en Plaza Catalunya mediante el brazo ejecutor del entonces conseller de Interior Felip Puig.
El Artur Mas resignado y cada día más hundido en las encuestas que veía desde las alturas la protesta contra sus políticas, no podía imaginar la eficiencia como paracaídas personal que poco tiempo después demostraría tener arrojar a la papelera aquella frase que pronunció unos meses atrás: “Jamás iniciaré un proceso de independencia dividiendo en dos mitades a Cataluña”. El president aislado en helicóptero estaría poco tiempo después siendo abrazado fraternalmente en tierra firme por el líder de las CUP o encabezando masivas marchas ciudadanas. Y sin necesidad de dejar de lado sus políticas.
Artur Mas ha usado las ganas de independencia, pero no las ha inventado. El conflicto está ahí desde mucho antes de que Mas lo metiera en su saco. Viene de lejos. Está ahí desde que una parte de España no quiso aceptar que Cataluña no era una simple extensión de la llanura de Castilla. Está ahí desde que parte de Cataluña se creyó la teoría del «Espanya ens roba», acuñada por quienes robaban en casa. Está ahí desde que los poderes de Madrid decidieron optar por negar la realidad torpedeándola o mirando hacia otro lado como solución para una realidad que seguía creciendo.
El conflicto está ahí desde que los poderes de Barcelona decidieron que el problema de Cataluña eran los jornaleros andaluces o extremeños en lugar de los bancos andorranos. Desde que una parte de España ha entendido la lengua y la cultura catalanas como una agresión y desde que parte de Cataluña ha querido entender que esa parte intolerante de España era toda España. El conflicto está ahí y ha crecido, desde que alimentarlo llenaba más urnas a uno y otro lado del Ebro que sentarse a hablar. El conflicto de banderas ha terminado siendo la razón de ser de demasiada gente durante este proceso de deterioro.
Enterradas las propuestas políticas bajo banderas, lo único importante de las elecciones del día 27 será analizar el número de votos el lunes 28. Tantos para Junts pel Sí + CUP, tantos para el resto. Los encargados de analizarlos y entender “el encargo de los catalanes” en caso de resultado ajustado serán los mismos que han llevado a España y Cataluña a esta relación sentimental de Pimpinela llena de zancadillas y amenazas. Pintan mal las propias conclusiones si el resultado no es claro. Y pinta mal lo que vendrá después, sea cual sea el resultado: una Catalunya que no sabrá de sí misma en qué porcentaje está con las reivindicaciones a las puertas del Parlament y en qué porcentaje con los que entraban en helicóptero.