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Así será el día siguente a la declaración de independencia
"¿Cambiaría alguna realidad si el President de la Generalitat pronunciase la frase 'queda declarada la independencia de la República de Cataluña'?", se pregunta el autor
Situémonos en un hipotético futuro próximo indeterminado. En un acto solemne en el Parlament de Catalunya o en la Abadía de Montserrat, el President de la Generalitat, Artur Mas (o quien sea) sintiéndose legitimado por una mayoría de escaños ganada en unas elecciones autonómicas, pronuncia la siguiente frase: “Queda declarada la independencia de la República de Cataluña”. ¿Qué efectos sobre la realidad jurídica de Cataluña tendrían dichas palabras? ¿Qué pasará al día siguiente?
En la segunda parte de Alicia en el país de las maravillas, el personaje de Humpty Dumpty mantiene este famoso diálogo con la niña:
– Cuando yo uso una palabra -insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso- quiere decir lo que yo quiero que diga… ni más ni menos.
– La cuestión -insistió Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
– La cuestión -zanjó Humpty Dumpty- es saber quién es el que manda… eso es todo”.
En la vida, y especialmente en esa parte de la vida que es la política, las palabras significan una cosa u otra dependiendo de quien las diga y, sobre todo, dependiendo de quien mande. Cada vez que hablamos, según los lingüistas, ejecutamos un acto de habla. Existe un tipo de acto de habla muy peculiar: es el acto declarativo. Es aquel en el que el hablante cambia, mediante palabras, la realidad. Por ejemplo, cuando un juez dice la frase: “Yo os declaro marido y mujer”, está cambiando la realidad jurídica y material de las dos personas que contraen matrimonio. El juez, literalmente, está casando a dos personas.
¿Cambiaría alguna realidad cuando el President de la Generalitat, en nombre de quien sea o en el suyo propio, pronunciase la frase “queda declarada la independencia de la República de Cataluña”? Veamos: al día siguiente -y a los meses siguientes, y al año siguiente- de esa hipotética declaración unilateral de independencia, la jurisdicción de los tribunales del Estado español seguiría rigiendo sobre el territorio de la Comunidad Autónoma de Cataluña, que continuaría siendo una Comunidad Autónoma dentro del Estado. La titularidad de los puertos y aeropuertos seguiría concerniendo al Ministerio de Fomento español. El control de las fronteras, las juntas y censos electorales, los contratos privados y públicos conservarían su validez (y seguirían firmándose) bajo la legislación del Estado español. Las matrículas de los coches, los carnés de conducir, los de identidad, los pasaportes, los sellos de correos, la moneda, los títulos de propiedad, los diplomas académicos superiores, las actas notariales… En resumen: toda la trabazón legislativa que articula la vida cotidiana en Cataluña, y en el resto de España, no cambiaría ni un ápice.
Está claro que se tensaría el ambiente político, habría más debate, enconamiento, portadas en la prensa internacional, manifestaciones, campañas, reacciones más o menos previsibles y se registraría alguna adhesión extranjera (quizá algún país latinoamericano, algunas autoridades locales y regionales extranjeras). Y éste último sería un primer síntoma preocupante para los independentistas: la falta de reconocimiento internacional. El sonido de los grillos en la inmensidad de la noche. Y se abriría un nuevo periodo de negociación entre el Gobierno central y el autonómico. Uno más. Pero nada cambiaría en la situación legal de Cataluña, y de esto son perfectamente conscientes tanto Mas como sus correligionarios. ¿Y por qué nada cambiaría?
Volviendo a la teoría lingüística, el hecho de que Mas -o quien sea- pronuncie la frase “queda declarada la independencia de la República de Cataluña” no constituye un acto de habla declarativo, es decir, no es un acto de habla que cambie la realidad. El propio John L. Austin -creador de esta tipología lingüística de los actos de habla- explica el porqué: para que un acto declarativo tenga efectos en la realidad, la persona que ejecuta el acto, el hablante, debe tener la autoridad necesaria y, por tanto, el poder de hacer que la realidad cambie de hecho. Es el caso de un juez que casa a dos personas, o que declara inocente a un acusado. ¿Quién otorga esa autoridad al juez? La ley.
Por eso, en las condiciones actuales, quien pronuncie la frase “queda declarada la independencia de la República de Cataluña” se verá como ese aprendiz de mago que por más que agite la varita gritando ¡abracadabra! no consigue sacar una paloma de la chistera. Simplemente carece de los poderes para hacerlo. Por eso, y volviendo a Humpty Dumpty, da igual lo que diga Mas o quien le sustituya, lo importante es quién tiene a la ley de su lado. Quién tiene la autoridad. Es decir, quién manda, quién tiene el poder.
Tiene razón Artur Mas cuando dice (ahora) que Cataluña no quedaría fuera de la Unión Europea tras una declaración unilateral de independencia. Pero no quedaría fuera por la sencilla razón de que tampoco quedaría fuera de España. Ésa es la única explicación. Artur Mas afirma que la única manera de dejar a Cataluña fuera de la UE es expulsándola. Ésa es también la única manera de dejarla fuera de España. Cataluña, simplemente, carece de la capacidad legal para independizarse. Y sus gobernantes carecen de la autoridad y el poder para llevar a efecto ese proceso.
Evidentemente la autoridad y el poder derivan de las urnas, del voto ciudadano. Para que la frase “queda declarada la independencia de la República de Cataluña” tuviera efectos en la realidad jurídica de España habría que activar los resortes del propio Estado que hacen posible una modificación de ese mismo Estado. Un proceso ‘desde la ley y hacia la ley’ en el que se dé voz a la ciudadanía. Legalmente sólo el Estado español tiene la autoridad de automodificarse. Esa automodificación puede virar hacia una recentralización, hacia una federalización o hacia una automutilación. Es el Estado español el único que puede permitir que una de sus partes se independice, y para ello son necesarios tanto una reforma constitucional como uno o varios referéndums (y no necesariamente en este orden).
La activación de esos resortes, conseguir que el Estado finalmente acceda a automodificarse, es la única vía para la independencia de Cataluña. Todo lo demás -campañas, consultas, elecciones autonómicas pretendidamente plebiscitarias, manifestaciones, etcétera- tiene un valor simbólico y envía un mensaje, pero carece de efectos jurídicos sobre la realidad. No tiene consecuencias ni de hecho ni de derecho. Y de esto también son perfectamente conscientes tanto Mas como sus correligionarios. También son conscientes en el PP, pero de manera muy irresponsable a los nacionalistas españoles (que reducen lo español a lo castellano) les interesa electoralmente tensar la cuerda todo lo posible
Conseguir que el Estado acceda a automodificar su integridad territorial llevará décadas. Y llevará todavía más décadas por culpa precisamente de Mas y de sus maniobras para evitar rendir cuentas electorales de su pésima gestión política. Artur Mas prefiere jugar con los sentimientos de millones de independentistas y abocarlos a una frustración inevitable, antes que asumir su responsabilidad política por los recortes y por los escándalos de corrupción que anegan al organización que él preside. Para salvarse, está sirviéndose del sentimiento independentista de buena parte de la sociedad catalana, y con ello sólo conseguirá que la posible –y factible– independencia de Cataluña se dilate aún más en el tiempo.
Si algún independentista ha leído hasta aquí, seguramente ahora ensartará las acostumbradas quejas: que si es un texto paternalista, que si me creo que son tontos y se dejan engañar por Mas, que el procés no es cosa sólo de Mas, que soy un españolista… Que si insulto a la dignidad de Cataluña… Es curioso que muchos independentistas, y especialmente los que –además– son nacionalistas, piensan que cuando se les critica siempre se hace desde otro nacionalismo. Les cuesta pensar que exista alguien que no sea nacionalista y que, además, no esté de acuerdo con ellos. Pongo la venda antes de la herida: ni creo en los derechos colectivos, ni en el concepto de pueblo y, tampoco, en el de nación. Creo en los Estados de derecho, es decir, en catálogos de leyes siempre mejorables que articulan la vida en común de ciudadanos individuales. El nacionalismo sirvió en el siglo XIX para crear conciencia ciudadana y reivindicar derechos civiles frente al absolutismo del Antiguo Régimen. El nacionalismo fue como una jeringuilla que sirvió para inocular la necesidad de esos derechos, pero lo importante no era la jeringuilla, sino los derechos civiles. Y ya se sabe qué ocurre con las jeringuillas usadas: contagian enfermedades. Creo que hoy en día no es necesaria la jeringuilla nacionalista para inocular derechos ni conciencia cívica.
En todo este contexto es digna de mención la posición de las CUP, una posición brillantemente expuesta por su candidato, Antonio Baños: un tipo afable y divertido que ha sabido introducir en la política una dosis de ironía e inteligencia poco habituales y que se agradecen. Las CUP sostienen que el Estado español es irreformable, que nunca se automodificará, como si los vestigios franquistas, la corrupción, la opacidad y los tics antidemocráticos fuesen su esencia inmutable. Baños y los suyos tiran la toalla, dejan de luchar a nuestro lado por una democracia mejor y nos abandonan a nuestra suerte. Más allá del rasgo moral que supone esa indiferencia insolidaria hacia las clases trabajadoras del resto del Estado, la posición de las CUP, como la de tantos otros nacionalistas e independentistas, encierra ese habitual tufillo de clasismo y superioridad, como si en un Estado catalán no fuera a haber vestigios franquistas, ni corrupción, ni opacidad, ni tics antidemocráticos… como si ellos fueran más listos y más puros… A sus ojos, los ciudadanos españoles somos incapaces de reformar nuestro propio Estado y, claro, somos un lastre para esa vanguardia de la progresía mundial que milita en las filas del independentismo catalán.
Tanto en las CUP como en Junts pel Sí hay quien llega a hablar de «forzar la ley» o de que la legitimidad prevalece a la legalidad. Da igual, por mucho que los repitan, esos argumentos no van a conseguir que la paloma salga de la chistera. Por mucho sentimiento nacional, demostración colectiva, emoción inefable, lágrimas apenas contenidas; por mucho atajo, desobediencia o movilización, la vía hacia la independencia es sólo una y cualquier otra ocurrencia lo único que logrará es enrocar más al Estado español y retrasar aún más la misma independencia.
Fuera de estas formaciones independentistas y nacionalistas, en los ambientes más extremistas, cabe incluso que haya algún loco iluminado que dirá que, como el Estado nunca se va a automodificar, entonces sólo queda la opción de una guerra de liberación nacional y amenazará con el resurgimiento de un movimiento terrorista. Me lo tomaría a broma si tanto en Cataluña como en el resto de España no hubiéramos sufrido a ETA durante décadas. Y ya hemos visto los resultados que eso ha tenido: muerte, sufrimiento y ningún avance hacia la independencia de Euskadi. Sólo existe una vía hacia la independencia y, evidentemente, tampoco es la de la guerra de liberación nacional.
Luchar día tras día en Madrid y en Bruselas, mediante la palabra y el debate, por ese objetivo (que el Estado español se automodifique y la independencia de Cataluña sea una realidad) es una tarea tan legítima en política como cualquier otra. Cataluña puede ser independiente, pero la única vía es que los independentistas logren convencer al Estado de la necesidad y pertinencia de una automodificación. Llevará décadas, ya digo, y nadie asegura el final deseado. Es una tarea política, ésta sí, de enorme envergadura y que, de llegar a esa meta, podría ser calificada con razón de histórica; pero hasta que esa automodificación no sea emprendida por el Estado y votada en referéndum, la frase “queda declarada la independencia de la República de Cataluña” no dejará de ser un mero flatus vocis, un soplo de voz, palabras vacías.