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Los top manta de Salou y la historia que nadie entiende
Las imágenes de los disturbios en Salou (Tarragona) tras la muerte de Mor Sylla han dibujado un escenario cercano al de la lucha racial que los vecinos rechazan
Escribir sobre Salou después de la muerte de Mor Sylla es descodificar una historia que se ha presentado en los grandes medios como un conflicto que tiene su raíz en el negocio de la venta ilegal de productos textiles por parte de los ‘top manta’ senegaleses que viven en el municipio. Las imágenes de los disturbios, de los ataques de algunos manifestantes a vecinos, comerciantes y policía han dibujado un escenario cercano al de la lucha racial, estigmatizando al colectivo senegalés y a todo un pueblo que se ha convertido en el hit del verano de los telediarios durante un par de días. Pisar Salou, sumergirse en las conversaciones de bar y en las casas de los protagonistas es como visitar a un matrimonio durante su proceso de divorcio. El aire es pesado, incómodo. Parece que algo se ha roto en Salou y algunos creen que es para siempre.
Pero la violencia y el racismo no sirven para describir el statu quo previo a la fatídica madrugada del martes 11 de agosto. El primer ciudadano procedente del Senegal llegó a Salou en 1984. Desde entonces, esta pequeña ciudad de la Costa Daurada se ha convertido en el municipio catalán que más senegaleses ha acogido, con un historial de convivencia impoluto. Más allá de algunas escaramuzas entre los manteros y los Mossos d’Esquadra en los últimos años, todos los salouenses, sea cual sea su origen, coinciden en explicar que los africanos del lugar han sabido integrarse como un vecino más. “Para nada nos esperábamos lo que ha pasado estos días”, explica una vendedora de charcutería del mercado que presenció los primeros actos violentos de algunos manifestantes exaltados después de la muerte de su compatriota.
El morbo televisivo sirve para falsificar la realidad y Salou es tan sólo un ejemplo más. La historia que se cuenta estos días en sus calles es la de una vida truncada, la de una convivencia ejemplar rota y la de la cara más amarga del capitalismo. Baba Car Ka, un senegalés de 40 años que se dedica a la venta ambulante y que vive en el piso de Mor Sylla desde hace tres meses explica que la noche de los hechos él llegó a las tres de la madrugada después de una dura jornada laboral de 11 horas en las playas de la zona. Mor ya estaba durmiendo, aunque antes había hablado con su hija, que vive en Senegal, a la que tenía que visitar en septiembre porque el año pasado no había podido hacerlo.
“Los Mossos d’Esquadra reventaron la puerta y al grito de ‘policía’ y ‘quietos, hijos de puta’ entraron en casa”, recuerda Baba Car Ka, cansado de hablar con la prensa y especialmente agobiado por las cámaras de televisión que invaden su piso de 60 metros cuadrados. En ese espacio viven seis personas y una de ellas ya no está. El colchón de Sylla, junto al de su compañero de habitación, está tapado con una sábana blanca. Desde esa cama, Sylla se despertó al oír los golpes y gritos de la policía, salió a la terraza y allí sucedió lo que nadie entiende. En ese balcón, situado en el tercer piso del bloque, según la versión policial, Sylla se subió a la barandilla y se precipitó al vacio. “Es imposible que nuestro amigo se suicidara. Él era muy creyente y el suicidio lo prohíbe el Islam. Creemos que lo empujaron sin querer durante el forcejeo. Cayó de espaldas”, pronuncia con dificultades, por los pocos dientes que le quedan, Mamadou Sy, un senegalés de 46 años.
Todos sus compatriotas recuerdan a Mor Sylla como un buen hombre. Muy creyente, deportista y limpio. “En casa, cada día de la semana cocina un compañero para los demás, excepto Mor que cada mañana se encargaba de limpiar el piso”, rememora Baba Car Ka. Mor y su pandilla pagaban unos 120 euros mensuales por cabeza en concepto de alquiler y gastos. No cobran ningún tipo de prestación social y, aunque tienen permiso de trabajo, no tienen otra alternativa para subsistir que el ‘top manta’. De hecho, sí que tienen una alternativa: la venta de droga. “A nosotros nos daría vergüenza enviar dinero procedente de la droga a nuestras familias en Senegal”, afirma con indignación Khadimou Rassoul, el compañero de piso más visiblemente afectado y enfadado. Khadimou, junto a Baba Car, sale de casa cada tarde a las cuatro y vuelve de madrugada con un beneficio que puede variar entre los cinco y los 20 euros (los días que hay suerte).
Baba Car llegó a España en 2003. Habla cinco lenguas: wolof, francés, rumano, español e inglés. Antes trabajaba en la obra, con todos sus papeles en regla, pero desde 2010 no ha podido firmar ningún contrato. Su periplo europeo lo ha llevado por distintas ciudades españolas e incluso por Italia, pero parece que las cosas no pintan bien para su futuro en el continente. “A mí lo que me gusta es trabajar en el campo, pero no tenemos opción”, reflexiona con la frustración grabada en los ojos. Baba Car enseña a unos pocos periodistas las fotos de Mor: su esposa, sus hijas, él de joven posando con su equipo de fútbol o con su atuendo típico senegalés. Los cigarrillos y el café ambientan un espacio en el que parece que el tiempo se haya parado desde la mañana del martes y el reloj de la cocina marca inmóvil las 9.01.
A pocos metros del portal donde vivía Mor, se encuentra el bar Venecia, local agregado al mercado municipal. Fue uno de los comercios que algunos manifestantes destrozaron durante la mañana del martes utilizando sus mesas y sillas para atacar a los Mossos con el fin de impedir que la comisión judicial pudiera llevarse el cadáver de Mor. En los momentos de mayor tensión un vendedor del mercado fue atacado y lesionado en el rostro y el conductor de la furgoneta fúnebre fue sacado de su cabina y apaleado ante la sorpresa y la indignación de los demás vecinos. “Sentimos mucho miedo. Nos insultaban. Nos llamaban racistas. Mi intención no es generalizar, pero después de esto hay algunos senegaleses que se creen los reyes de Salou”, explica Kler, camarera del bar que presenció los hechos desde primera hora de la mañana. “Al principio estábamos todos los vecinos juntos, sin distinción de raza, y, de repente, algunos senegaleses se volvieron contra nosotros y contra todo”, detalla.
Si algo enorgullecía a los salouenses antes del martes era la paz social. En el municipio conviven 26.500 ciudadanos de más de cien nacionalidades distintas, entre los cuales un total de 1.190 senegaleses registrados en el censo. Los de fuera son los turistas, que multiplican la población durante los meses de verano, no los senegaleses, ni los chinos, ni los pakistaníes. El pueblo sabe que los ‘top manta’ son una víctima más de las mafias que les venden la mercancía procedente de países como Turquía o el Reino Unido. “Son nuestros vecinos. Vecinos con los que no hemos tenido ningún problema hasta ahora. Pero el otro día nos agredieron y esto nos llena de consternación. La pregunta es, ¿ahora qué? ¿Volverá a ser lo mismo? Yo no lo creo”, sentencia Juli Vilaplana, presidente de la Asociación de Comerciantes y Empresarios de Salou. Una vecina le pone un brillo de esperanza a la situación y apunta que “el diálogo es lo único que puede solucionar el tema”. Mientras, Baba Car y su compañero Khadimou planean abandonar la ciudad. “Después de lo sucedido, quiero irme de Salou”.