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Cien años sin Carlos o que te la pique un tigre
España pone más empeño en curar que en prevenir, y los investigadores son acogidos en países más sensibles a la investigación epidémica.
Carlos J. Finlay (1833-1915), insigne médico e investigador cubano, camagüeyano universal, fallecido ahora hace cien años, descubrió a finales del siglo XIX la implicación del mosquito Aedes aegypti en la trasmisión de la terrible fiebre amarilla. Y es que muchas de las pandemias que diezmaron la población humana en el pasado estuvieron íntimamente ligadas a estos pequeños dípteros. Es más, aun en la actualidad siguen transmitiendo patógenos causantes de diversas enfermedades de alta mortalidad y morbilidad, en amplias áreas del globo. El Dr. Finlay expuso en la American International Conference celebrada en Washington D. C. el 18 de febrero de 1881 las bases de su hipótesis, la cual apuntaba que entre un sujeto infectado y otro sano debía existir un agente independiente capaz de transmitir la enfermedad. Por aquel entonces a nadie pareció importarle demasiado las “disparatadas” teorías de aquel hombre de ciencia, el mismo que más tarde pasaría a la historia por haber contribuido de manera destacada a mejorar la salud de millones de personas estudiando algo tan nimio y cotidiano como un infecto (y nunca mejor dicho) mosquito.
Ese mismo año de 1881 y de nuevo en Cuba, mientras la enfermedad hacía verdaderos estragos en el continente americano, Finlay comprobó su hipótesis y la plasmó en el trabajo «El mosquito hipotéticamente considerado como agente transmisor de la fiebre amarilla», en el que incluso sentó las bases para producir una vacuna que evitase la enfermedad. Lo cierto es que al principio en su país natal tampoco se dio mucho crédito a la teoría, ni las instituciones pertinentes del sector de la salud tuvieron interés alguno en aplicar las medidas sanitarias recomendadas por el médico. Posiblemente el mundo científico de la época no estaba preparado para la grandeza de aquel investigador de característica barba friendly mutton chop. Entre muchas de sus contribuciones destacó la intención profiláctica de sus escritos acerca de la eliminación de los sitios de cría del insecto, actuaciones primordiales en esta y otras enfermedades vehiculizadas por mosquitos y de extraordinaria vigencia en nuestros días.
Hace unos días se publicaba que «Sanidad confirma en Gandía un caso autóctono del virus que transmite el mosquito tigre». El virus al que se refiere no es otro que el chikungunya, agente infeccioso que produce una enfermedad algo más “benigna” que la fiebre amarilla, y que se caracteriza por fuertes dolores articulares y musculares, náuseas, cansancio, erupciones cutáneas y que puede llevar incluso a la muerte. Para que se hagan una idea bastante gráfica, el origen del palabro viene de la lengua africana makonde y significa, literalmente, “doblarse por el dolor”. Esta enfermedad, hace unos años circunscrita a ciertas zonas de África y Asia, ha dado el salto recientemente a Europa y América de la mano de una globalización eminentemente turística – por razones epidemiológicas, es una problemática más asociada al turista que al inmigrante – que a veces provoca estos pequeños daños colaterales. En el pasado tan solo bastaba con viajar a algún país tropical – placer o negocios, eso lo dejo a su antojo – donde se encontraba el dichoso mosquito de Finlay u otros con elevado grado de parentesco y existiera circulación de alguno de estos virus (quizás el dengue les suene más) para poder traerse, con algo de mala suerte, un souvenir no demasiado grato. Ahora bien, es universalmente sabido que la cosa siempre se complica cuando hay visitas inesperadas de los parientes, imagínense si además vienen para quedarse de okupas.
Al hilo de lo anterior, hace un decenio que el Aedes albopictus, el afamado “mosquito tigre”, podríamos decir el “primo hermano” asiático del mosquito estudiado por Finlay, comenzara su periplo invasor por el nordeste de España. Durante estos 11 años, esta especie exótica se ha extendido progresivamente desde el norte de Cataluña hasta Andalucía, llegando inclusive a las Islas Baleares y el País Vasco. Y continuará extendiéndose, créanme, con el agravante de que precisamente ahora, como informa el Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, acaba de demostrar su capacidad para transmitir patógenos en nuestro entorno, hecho preocupante y no demasiado sorpresivo por lo que a mí respecta.
Dicho lo cual, se puede hacer un comentario apresurado sobre la falta de equilibrio entre la medicina preventiva y curativa en la España actual. Pese a que cada una tiene sus bondades y limitaciones, puede decirse sin inducir a error que la medicina curativa interviene sobre lo que no se logró – o ni siquiera se intentó – prevenir. La prevención es el desiderátum de los programas de salud; además de evitar el sufrimiento, las estimaciones económicas establecen que con una prevención eficaz el ahorro monetario sería considerable. Pero no todos están a lo que hay que hacer. Sin ir más lejos, el año pasado unos compañeros del departamento ICREA – Movement Ecology Laboratory (CEAB-CSIC) y el que esto les escribe organizamos unas charlas informativas sobre el mosquito tigre, en un municipio valenciano que por aquel entonces se encontraba todavía libre del bichejo. La asistencia fue prácticamente escasa, y es que perder la tarde del domingo oyendo (ya ni tan siquiera escuchando) a un biólogo desaliñado no es que sea precisamente el paradigma de planazo de fin de semana. Las medidas a tomar, nulas. No era necesario ser Nostradamus para anticipar lo que iba a ocurrir: un año después el mosquito tigre campa a sus anchas por ese municipio y otros cercanos. Seguramente el mosquito hubiera llegado de todos modos. O quizás no. Ahora es too late (demasiado tarde) para rasgarse las vestiduras y lamentarse de la falta de medidas preventivas. Póngame árnica, porfa, o Metilprednisolona, que es su nombre moderno.
La vida sigue pero los errores se repiten, independientemente de que las bases preventivas se sentaran hace más de un siglo en aquella Cuba de entreguerras. Nada que extrañar. No está nuestro país para invertir en investigar, informar, educar y prevenir, pues siempre habrá tiempo para curar, o eso se supone. Mientras, los que llevamos años estudiando esta materia, somos acogidos por otros países más sensibles a la investigación epidémica. Tengan cuidado. Y saludos cordiales desde Quisqueya.
Gracias a Antonio G. Valdecasas por sus sugerencias.
Para saber más
Sánchez Murillo JM, Rueda Sevilla J & Alarcón-Elbal PM. 2014. Diez años de Aedes albopictus en España: crónica de una invasión anunciada. 2014. Laboratorio Veterinario Avedila, 67: 2-9.
Beldarraín-Chaple E. 2005. Carlos J. Finlay y Barrés (1833-1915) en la medicina cubana. Boletín Mexicano de Historia y Filosofía de la Medicina, 8(2): 46-49.
Pedro María Alarcón-Elbal es especialista en entomología sanitaria y trabaja actualmente en la Universidad Agroforestal Fernando Arturo de Meriño (UAFAM) de Jarabacoa, República Dominicana.