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Margaret Thatcher y el posibilismo de izquierdas
"Nadie venció jamás siendo pragmático", recuerda el autor tras hacer un repaso de las últimas decisiones adoptadas por gobiernos de izquierdas
Sería absurdo negarlo: algo hizo click, algo se rompió en miles de corazones europeos cuando el gobierno griego se veía forzado aceptar un humillante tercer rescate que implicaba una subida del IVA, una reforma laboral salvaje y una reducción de las pensiones. El golpe de estado financiero se perpetraba con la mayor impunidad y una ola de impotencia y desolación recorrió como un escalofrío los cuerpos y las mentes de aquellos europeos con sensibilidad social. No se puede, no hay alternativa. Y camisetas con el logo del KKE que rezan “Os lo dije” (a la izquierda siempre nos gustó retozar en nuestras miserias y derrotas). El hecho se había consumado, lo que no deja de ser interesante son las lecturas que a posteriori se están realizando.
Si Alexis Tsipras se pasa por el arco del triunfo el referéndum contra la austeridad y la voluntad del pueblo griego, es porque no tenía alternativa alguna y es una buena persona con toda la buena intención del mundo que se ve forzada a tomar una decisión que no le gusta. Si los concejales de Ahora Madrid arrojan todos sus principios por la borda y votan a favor de la liberación de un conocido golpista y fascista venezolano, es porque era necesario y había que evitar titulares tendenciosos de la prensa: que la extrema derecha marque tu agenda política se torna inevitable y los niveles de presión son elevadísimos. Si Podemos apoya la decisión del gobierno griego de aprobar el tercer rescate y con ello le grita al electorado español que “no se puede”, es por compañerismo y solidaridad.
Así es la nueva política: un compendio de pragmatismo extremo y posibilismo condicionado por factores externos en el que no hay opciones y margen de maniobra posible. Se nos pide creer, en el sentido más metafísico y religioso del término. La política se convierte así en una especie de catástrofe natural, en un fenómeno meteorológico contra el que nada se puede hacer, en un proceso determinista en donde conceptos como “real politik”, “agenda mediática” o “correlación de debilidades” se abren paso y se usa y se abusa de ellos hasta convertirlos en eternos comodines que justifican cualquier decisión. Y ahí reside la clave y la gran paradoja: son decisiones. Y cuando se decide es porque había otra opción, quizá más polémica o de resultado más incierto, pero existía una alternativa.
La disyuntiva no es nueva, lo ocurrido en Grecia nos recuerda que la historia es como un bucle que se repite hasta el infinito. Cuando en el mayo francés había diez millones de obreros que se declararon en huelga general indefinida y tomaron la calle y las fábricas, el PCF y su sindicato de referencia (CGT) pactaron una serie de mejoras sustanciales en las condiciones laborales y salariales de los trabajadores renunciando así a elevados sueños emancipadores, fue una meditada decisión política. “El mayo perdido / el obrero de la Renault traicionado por el partido”, gritó un grupo de rap revisionista. Una decisión que contó con la aprobación de la gran mayoría de trabajadores franceses. También es cierto que cuando el PCE y CC.OO aprobaron y firmaron Los Pactos de la Moncloa, contaron (salvo honrosas excepciones) con el consentimiento de amplias mayorías entre las masas de trabajadores. Y sí, cuando el PCI condenó a los autonomistas y la toma de la FIAT porque el sentido de estado y el paraguas de la OTAN eran más seguros que una incierta y poco fiable insurrección en el corazón de la Europa Occidental, también contó con amplio apoyo entre sus afiliados. Así funciona el análisis histórico de la mal llamada «nueva política»: no hay decisiones sino una sucesión de hechos consumados, por lo general inevitables y consensuados. La cuestión de la inevitabilidad de los hechos es interesante, varía en función de quién la proclame. Si Zapatero en 2010 traiciona a sus votantes y firma algo que no le gusta, está tomando una decisión política, todo se reduce a la voluntad política repetíamos incansablemente desde las filas de Podemos. En cambio si es Tsipras el que se ve forzado a tomar una decisión que no le gusta, entran en escena la real politik y la correlación de debilidades. No es un traidor: hace lo que puede. La política, lo dijo Negri, se parece mucho al fútbol, lo que es penalti claro en el área rival es un piscinazo en la nuestra. Zapatero no pertenece a nuestra tradición política y, sencillamente, no se le perdonó lo que ahora se perdona a los nuestros. Es interesante al respecto, ver cómo Zizek (el mismo que junto a Tsipras se burlaba del “subcomediante Marcos” por no atreverse a tomar el poder), cierra ahora filas con el líder heleno. Junto a la igualdad social, el feminismo, el antirracismo y la defensa de lo público, habría que incluir el cinismo como uno de los valores de la izquierda.
Otros nos gritan lo fácil que es “ser ideológicamente puro cuando no te juegas las lentejas”. Siguen sin entender que no es una cuestión de pureza sino de posibilidades. El debate no es si hay que sacar la bandera roja (se han superado esas cuestiones más allá de ámbitos marginales), el debate es la inevitabilidad de las medidas concretas. Al margen, es un terreno que no deberían atreverse a transitar. La izquierda académica (que vertebra tanto a Syriza como a Podemos) tiene muchos defectos y virtudes, pero las estrecheces económicas nunca fueron una de sus características. Cuidado con hablar de lentejas por que estamos a tiempo de denunciar que ninguno de los que va a aplicar el inhumano plan de ajuste, lo va a sufrir en sus carnes: ¿Podría el señor Tsipras vivir con 350 euros de pensión? Qué doloroso es comprobar que la misma munición que utilizamos contra la casta, la podemos utilizar ahora contra los nuestros.
En la política de hechos consumados y de la inevitabilidad de los acontecimientos, se hace trampa. Primero porque se elude o se camufla que siempre son decisiones políticas y no catástrofes naturales y segundo y no menos importante: se equipara la opinión de un anónimo trabajador o militante con la opinión de las cúpulas o aparatos de partido, negando así una vanguardia que, se quiera o no, existe y opera en todo proceso político de transformación. ¿Si la dirección del PCE hubiera rechazado de facto Los Pactos de la Moncloa y hubiera instado a sus bases a tomar la calle, ¿éstas se hubieran negado y quedado en casa argumentando que tienen miedo a los militares? ¿Si el PCF hubiera tensado la cuerda y rechazado esas mejoras sustanciales abogando por un enfrentamiento directo abriendo un escenario revolucionario qué hubiera ocurrido? Entramos en el pantanoso terreno de la política-ficción, concepto fetiche entre los apóstoles de la nueva política. Ignoran que la mera existencia del concepto alberga innumerables alternativas en su interior y que por tanto, no hay inevitabilidad de hechos consumados sino decisiones políticas, acertadas o no. La prueba más reciente de que no vale lo mismo la opinión del anónimo militante que la de la cúpula, la materialización irrefutable de que esa vanguardia existe, opera y toma decisiones que condicionan y moldean la voluntad de las multitudes, es Podemos. Sea imponiéndose en congresos que apuestan por las listas plancha, sea convocando a masivas movilizaciones para auto-reivindicarse o introduciendo conceptos nuevos (la Casta) en el condicionado y manipulado electorado español. Tres decisiones arbitrarias que chocan frontalmente contra el sentido común de época y que considero acertadas. Sólo queda apuntar que, probablemente, si tras la abdicación del Zar y la venida de la democracia burguesa con Kerensky, Lenin y los bolcheviques hubieran mandado a casa a las masas de trabajadores, conformándose con «lo que había», el curso de la historia hubiera sido otro muy distinto.
Los procesos históricos son una serie de decisiones políticas, no un conjunto de inevitabilidades. La prueba de ello es la posición de Varoufakis y de la gran mayoría de los miembros de la cúpula de Syriza, contrarios al rescate. Que Tsipras purgue a los ministros disidentes no es una catástrofe meteorológica; es una meditada decisión política. El Nobel de economía Paul Krugman (no un nene de dieciocho años con la foto de Lenin en su perfil de Facebook) ha afirmado que el ajuste será más doloroso para el pueblo griego que la vuelta al dracma. Y no se trata de gritarle a Tsipras traidor y toda esa morralla de socialfascista y pata izquierda del capitalismo propia de los Sidorenkos de Twitter y de grupúsculos marginales. Yo creo sinceramente que es una buena persona que cree en lo que hace y que toma esta decisión por el bien del pueblo griego. Pero las buenas intenciones no evitan que otros opinemos que es una decisión profundamente equivocada. Y enfrente nos va a tener. En la misma línea y si me apuran, también creo que Zapatero es una buena persona que hizo lo que pudo. Apuesto a que en sus sueños más húmedos soñaba con ser el Olof Palme del siglo XXI. Pero es que esto es política, no vale con buenas intenciones: como en el fútbol, cuentan los resultados. La realidad es que, en la petición de libertad para el golpista venezolano en el Ayuntamiento de Madrid, dos concejales de Ahora Madrid se abstuvieron de participar en la infamia, mientras esto ocurre el alcalde de Valencia afirma sin titubear que lamentó la muerte de Chávez y la alcaldesa de Barcelona retira un busto del Rey Juan Carlos. ¿Y saben qué? No ha colapsado el universo. Y lo más importante: la política institucional no se ha convertido en una permanente sucesión de rectificaciones dictadas al son de la agenda mediática. Siempre hay alternativa, quizá arriesgada o de incierto futuro y consecuencias, pero la victoria pertenece a los audaces, no a los pragmáticos. Aunque Pablo Iglesias diga que la Historia no está escrita, nadie venció jamás siendo pragmático.
Margaret Thatcher afirmó -con toda la razón del mundo- que Tony Blair y su tercera vía fueron su mayor victoria. There is no alternative, nos gritan veladamente los que toman decisiones políticas bautizadas como inevitables. Quizá dentro de 25 años, cuando algún rapero se marque una rima del tipo: “Volvieron a Syntagma las pancartas y el fuego / Tsipras fue el cobarde que vendió al pueblo griego”, seguro que nos topamos con una tertulia que nos dice que el momento era difícil, que se hizo lo que se pudo, que eres injusto, que es muy fácil caer en la lógica determinista y ortodoxa de buenos y malos que busca traidores, que el análisis debe tener en cuenta factores externos, que había miedo, que el contexto internacional no era el propicio, etcétera, etcétera y etcétera. Es un argumentario que, por desgracia, nos sabemos de memoria: la izquierda del régimen lo ha gastado hasta la saciedad para justificar sus vergüenzas. Parece que la historia tiende a repetirse, esta vez no como farsa o tragedia sino como un perpetuo bucle en el que los pueblos se convierten en un sufrido Bill Murray para vivir eternamente su particular Día de la Marmota, lleno de penurias y de sueños emancipadores que nunca parecen llegar a buen puerto.
Margaret Thatcher y la trituradora neoliberal se cobraron la cabeza de los líderes sindicales británicos, de Tony Blair y de Alexis Tsipras. En nuestras manos está que no añadan una cabeza con coleta a su colección privada. Es tiempo de tomar decisiones. Es tiempo de audaces.