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Totalitarismos y distopías
Los peligros que acosaban a la revolución, pronto justificaron la existencia de millones de muertos por la colectivización forzosa del campo a partir de 1928 y las purgas masivas entre 1936 y 1938
Esta reflexión surge de mi preocupación por la naturaleza del totalitarismo y las diferentes versiones que hemos podido analizar y estudiar, especialmente en el siglo XX, basadas en el gobierno de un líder o de una minoría, la inexistencia de derechos y libertades, con la consiguiente represión y la arbitrariedad ciega en el ejercicio del poder que no es regulado por nada ni por nadie, imponiéndose la voluntad de quien lo ejerce.
Desafortunadamente lo que le sobra a la historia de la humanidad son sistemas despóticos. No pretendo hacer un repaso de todos ellos, sino hacer mención de los que tenían como punto de partida lograr justo lo contrario a lo que construyeron. Es decir, a aquellos que querían construir una utopía (término acuñado por Tomás Moro y que designaba algo bueno, el lugar en el que podía habitar una sociedad idealizada) y acabaron construyendo una temible distopía, término antitético al anterior y que indica la existencia de una sociedad indeseable, negativa.
Las distopías han tenido en la ficción (literatura y cine) un amplio desarrollo, en todas ellas se partía desde algunas características de las sociedades reales, llegando hasta la distopía en la que podían acabar. Destacan en este sentido tres obras emblemáticas: Un mundo feliz, de Aldous Huxley, 1984, de George Orwell y Fahrenheit 451, de Ray Bradbury.
Las tres novelas fueron publicadas en el transcurso de los veintiún años que abarcan el periodo 1932-1953, una etapa en la que los totalitarismos alcanzaron un grado de desarrollo nunca visto, especialmente en Europa, provocando un conflicto mundial con el intento de exterminio del pueblo judío y otras poblaciones, y un duro capítulo posterior de guerra fría que provocó más víctimas que la II Guerra Mundial. Incluso podríamos decir que ambas fechas, la de publicación de la obra de Huxley (1932) y la de publicación de la obra de Bradbury (1953) marcan dos momentos importantes: en 1932 el Partido Nazi ganó dos convocatorias electorales en Alemania, sin obtener la mayoría absoluta, que le llevaron finalmente al poder. En 1953 murió uno de los más crueles dictadores de la historia contemporánea y principal protagonista de una larga distopía, Iósif Vissariónovich Stalin. La novela de Orwell, entre las dos novelas anteriores, fue publicada en 1949, iniciada ya la guerra fría.
El marxismo (o marxismos) han justificado la deriva distópica de la extinta URSS, y de otros sistemas similares de “socialismo real”, pretextando las dificultades que rodearon la construcción de la “utopía”: golpe de Estado, guerra civil, dificultades económicas, aislamiento internacional y el liderazgo de Stalin. Aceptando la veracidad de dichas dificultades, también es cierto que nunca una revolución lo ha tenido fácil, ni ha contado a su favor con un entorno propicio, no me parece que sean la razón fundamental de su deriva. La teoría marxista tiene debilidades importantes que enseguida se pusieron en evidencia en octubre de 1917, destaca en este sentido la desmesurada importancia que se daba a la conquista del poder por parte del proletariado, en realidad por parte de su “vanguardia”, copando el partido que en teoría lo representaba. La “vanguardia” del proletariado, convencida de su conocimiento de la realidad social, a través del materialismo histórico, se sentía en posesión de la verdad para dirigir a la masa obrera y campesina hacia la construcción de la utopía, en realidad su discurso recordaba más al mesianismo que a un método de conocimiento científico. El término “utopía” fue siempre despreciado por Marx cuando marcó distancias respecto al socialismo de la primera mitad del siglo XIX , que consideró primitivo respecto al socialismo científico y que Engels denominó “socialismo utópico” en su conocido ensayo “Del socialismo utópico al socialismo científico”, escrito entre 1876 y 1878 en la revista Vorwärts de Leipzeig, órgano del Partido Socialdemócrata. El texto formaba parte de una obra mayor hoy conocida como el Anti-Dühring. En 1880, Paul Lafargue publicó una traducción de los tres primeros capítulos con el título Socialisme utopique et Socialisme scientifique.
El mesianismo del Partido Bolchevique era indudable puesto que confiaban en que el papel de la “vanguardia” liberaría al pueblo oprimido instaurando un nuevo orden basado en la justicia y en la felicidad. El papel que en esa liberación representaba la élite obligaba a poner en ella una confianza absoluta. El centralismo democrático, modelo de organización y funcionamiento de los partidos marxistas-leninistas, potenciaba la disciplina y el sacrificio voluntario de la libertad en aras de la máxima eficacia y dotó de un aura especial al partido y a sus dirigentes, impidiendo tomar precauciones para evitar los abusos de poder de su cúpula dirigente en esa etapa tan sensible que, K. Marx, denominó “dictadura del proletariado”. Esta fase intermedia, que enseguida marcó una distancia insalvable con el anarquismo, presuponía la existencia de un Estado obrero encargado de preparar el acceso a la utopía. K. Marx definió el término poco afortunado de “dictadura”, especificando que, por primera vez en la historia de la humanidad, sería la dictadura de la mayoría (el pueblo trabajador) sobre la minoría (las clases propietarias). En realidad la intromisión del partido, formado por una minoría, supuso la realización de un triple salto mortal porque intentó convencer a sus partidarios/as de que hablaba en nombre del pueblo en su conjunto y tenía que tener las manos libres para acabar con la clase social minoritaria que representaba el capitalismo moribundo. No pensar en poner límites al Estado obrero ni prever que se podían producir abusos por parte de la “vanguardia” dejó el camino expedito a una extrema concentración de poder y a la posibilidad de que un iluminado considerase que, incluso esa “vanguardia”, era peligrosa para el proceso revolucionario y trasmutase en el “padrecito” al que había que rendir obediencia ciega y culto como si de un ser superior se tratara.
Desde el primer día de la revolución, el Partido Bolchevique, aún dirigido por Vladímir Ilich Uliánov Lenin, inició su tarea de vaciar de contenido a los soviets, en los que se había apoyado para auparse al poder, pero en los que no creía. Desestimó su derrota en las elecciones a la Asamblea Legislativa, disolviéndola, e inició una represión contra los demás partidos, concentrando en sus manos todo el poder, justificando todo ello por la emergencia de la guerra civil (1917-1923).
Los peligros que acosaban a la revolución pronto justificaron la existencia de millones de muertos por la colectivización forzosa del campo a partir de 1928 y las purgas masivas entre 1936 y 1938. Stalin compitió con Hitler a la hora de matar a millones de personas, con métodos parecidos: campos de trabajo, en los que no se exterminaba con gas, pero se mataba a sus moradores por la extrema dureza de las condiciones de vida y trabajo impuestas, torturas en prisiones como la de Lubianka en Moscú, desplazamientos de miles de personas para desactivar cualquier tipo de oposición al “sistema” e incluso la adopción de un antisemitismo feroz finalizada la II Guerra Mundial. En definitiva, la construcción de una distopía basada en la represión, la arbitrariedad y el terror más feroz que convirtieron la libertad en un imposible mientras los logros económicos permitían soñar con la igualdad.
Hay mucha bibliografía sobre el régimen soviético y sobre el stalinismo. Ni pretendo sintetizarla ni abordarla porque es accesible y existen multitud de estudios recientes sobre la II Guerra Mundial y el papel que jugó la URSS y el propio Stalin en ella, sin embargo me gustaría recomendar a un autor, Vasili Grossman, y la lectura de su excepcional novela Vida y destino, así como la obra de los historiadores Antony Beevor y Luba Vinogradova titulado Un escritor en guerra. Vasili Grossman en el Ejército Rojo, 1941-1945. Ambas obras se nutrieron del material que recogió en el frente como periodista del periódico Estrella Roja del ejército rojo. Grossman fue testigo de la liberación de los campos de concentración nazis, sobre los que escribió, y dichos relatos fueron utilizados como prueba en los juicios de Núremberg. Finalizada la guerra empezó a dudar del régimen soviético a causa, entre otras cuestiones, del sesgo antisemita que tomaba el stalinismo. Aunque Grossman nunca fue detenido, la presión sobre su persona y su obra se concretaban en registros de su vivienda y en el secuestro de sus manuscritos, en especial los de Vida y destino (escrita en 1959), que no vio publicada en vida. Solo merced a una red de resistentes se pudo sacar una copia de la URSS que en 1980 fue publicada en Occidente. Grossman tuvo que ser consciente del riesgo que corría al escribir una novela en la que la denuncia del totalitarismo soviético es letal, por ello debemos entender que tenía la voluntad de denunciar un régimen en el que había confiado durante un tiempo.
Las cavilaciones de un revolucionario marxista como Grossman me llevan a la actualidad y a la poca reflexión que ha habido, eso también lo podemos considerar memoria histórica, sobre la influencia del stalinismo en el PCE durante la guerra civil española y, tras sus méritos en la lucha antifranquista, cómo le afectó a este, y otros partidos marxistas, la caída de la distopía soviética a partir de la década de los noventa del siglo XX.
Laura Vicente es catedrática de Historia. Autora de Historia del anarquismo en España.