Los socios/as escriben
Colombia: La selva de cemento
El autor invitar a conocer y medio comprender algo de la sociedad colombiana a través de su cine
“Buenos días”, y todos, en coro, responden “buenos días”. Esto fue uno de los momentos más impactantes de mis tres semanas en Colombia. Parece una tontería pero explico el contexto. Estaba de camino a la Universidad Nacional de Colombia, coloquialmente conocida como La Nacho, como la llaman los y las estudiantes y profesores, en el transporte masivo de Bogotá, el Transmilenio. Iba con mi amiga Alejandra y el bus iba llenísimo. Se sube un hombre de unos cincuenta y algo años, con algunas canas, un sombrero de campesino y venía a hacer su aparente trabajo, el rebusque, cuando la pobreza y el desempleo impulsan a buscarse la vida en lo que fuera, vendiendo flores, mecheros, dulces, a cantar o simplemente a pedir dinero en los buses de la capital colombiana. El hecho fue que en el bus repleto de gente, el hombre se sube y cuando arranca el auto escucho su “buenos días” en alto. De inmediato y sin yo hacerle una pizca de atención, escucho en coro a todo el bus contestarle con un “buenos días”. De inmediato mi atención y desconcierto me hacen mirar para lado y lado y veo estudiantes, trabajadores, niños y mujeres, gente de todas las razas y todas las edades, como responden al vendedor ambulante. Mi amiga me mira y sonríe y yo, entre mi asombro, me siento confundido y algo mal por no haber sido tan educado. Comento con ella mi asombro y comparo, inevitablemente, con mi vida (casi toda) en Europa, concretamente en Asturias y Barcelona, donde saludar a alguien de esta forma sería, si acaso, en clase, en el portal o en una reunión. Llevo casi toda mi vida en el Estado español y de colombiano sólo me queda algo de acento mezclado, algunos seseos y mi interés por lo que en allí sucede. El resto, mi impresión ha sido de un europeo del sur, al menos en cómo funciona el día a día mi vida y mi entorno.
Ya los primeros impactos visuales en muchas calles de Bogotá, sobre todo, me hacía recordar las imágenes duras de La vendedora de rosas (Víctor Gaviria, 1998). Esta película, que tiene mala imagen en las calles de Colombia y en los nacionalistas, muestra la dureza de los niños de la calle. Como en la película, con actores y actrices no profesionales, las calles de la capital son habitadas por personas que este sistema económico ha expulsado con toda su agresividad. Te rompe el corazón cuando ves a niños y adultos durmiendo en una acera y además les temes, ya que no se puede ocultar qué varios delitos, robos y agresiones vienen de estas personas por conseguir algo de dinero para comer o para drogarse, a los llamados loquitos o gamines. La película de Gaviria muestra esta miseria que muchos en Colombia se avergüenzan porque “dañan la imagen del país” pero que otros consideramos que es importante enseñar y contar para que seamos conscientes de lo que hay y ganar algo de compromiso y corazón para aportar algo y poder cambiarlo todo.
Colombia es la Vendedora de rosas y más películas de Gaviria como Sumas y restas (2004), sobre la ambición y los valores egoístas, consumistas y despilfarradores llevados al extremo de nuestra sociedad capitalista, donde lo único que importa es conseguir más y más dinero (muy claro nos lo muestran los bancos y las grandes empresas). Otra película, Rodrigo D. No futuro (1989), es la primera que abre toda una serie de películas que comienzan hablando de sicariato, el narcotráfico y su auge en las barriadas, donde jóvenes sin un futuro, como Rodrigo, acaban involucrados en las mafias, en este caso concreto aliados con los grupos de extrema derecha y anticomunistas, porque la sociedad no les ofrece otro camino. La virgen de los sicarios (Barbet Schroeder, 1999), otra película criticada por “dejar mal al país”, nos muestra de una forma muy cruda eso que nunca oímos en la opinión pública: valores de ambición, pobreza, sicariato y el toque especial del escrito Fernando Vallejo, la homosexualidad, en este caso vinculado a los grupos de sicarios (del que siempre se ha hablado en voz baja).
Los pequeños detalles de un problema generalizado. Esta vez no lo hice ni se me ocurrió, pero la última vez que fui a mi Colombia natal, en el año 2006, pude ver en primera mano la corrupción. Y es un caso simple, minúsculo, del cual me avergüenzo aunque no es grave y que hoy, con una posición ideológica y ética más clara, no haría. Tenía en este año muchas ganas de conocer todos los grandes edificios y sitios turísticos, quería entrar en el Estado Metropolitano de Bogotá, El Campín, y sin autorización de cualquier tipo o sin partido, en principio, no se podía entrar. Sin embargo, yo con las ganas de entrar y verlo por dentro, utilicé mi entonces marcado (y ya algo perdido) acento asturiano (españolete para los colombianos) y mi DNI europeo para poder entrar (cosa que ningún colombiano de a pie, como tengo entendido, puede hacer a no ser que haya un partido o acto dentro, con su correspondiente entrada). Entré, me hice mis fotos como buen turista y cuando quería agradecerle al vigilante, el hombre con una gran sonrisa y mirándome fijamente me pidió “algo para el tinto” (tinto es un café solo en Colombia). Yo pensé en el vino y no sabía exactamente qué quería y el amigo que me acompañaba me miraba y tras unos segundos comprendí, ¡claro, cómo no lo había comprendido desde el primer segundo!, entonces saqué de mi mochila 10.000 pesos (aproximadamente cinco euros) y medio decepcionado y asombrado, se los di al vigilante. Con el mal sabor de boca por el “tintíco para ser amigos” y con este acto insignificante, por un capricho, pude ver y ahora comprender la corrupción que invade este país y que desemboca en actos simples a pie de calle hasta los grandes casos de corrupción política y que llevan a políticos, altos cargos y empresarios a ganar millones y millones. Porque la corrupción tiene dos beneficiados aunque sólo hablemos de uno.
Así, Colombia también es La gente de la Universal (Felipe Aljure, 1991) donde en una empresa de detectives privados, cada uno tira para su lado y se ve la más terrible corrupción de la sociedad, porque, duela o no, si en las altas esferas públicas y privadas hay corrupción y lo así se mantiene, tenemos también la corrupción y responsabilidad en la sociedad. Igualmente, estos actos que ocurren en la selva de cemento, también se vive a costa de la corrupción que se genera con la tierra o los recursos y, entre otras, una película que muestra este problema de la tierra en una sociedad tan corrupta como la colombiana, la podemos ver de una forma muy dura y enredada en Perder es cuestión de método (Sergio Cabrera, 2005) donde políticos, empresarios y fuerzas de seguridad quedan involucrados en la especulación y problema de la tierra (origen de la guerra en Colombia) y cómo se utiliza la violencia para callar y mantener estos intereses. Destacar la magnífica canción “untados” de banda sonora interpretada por el grupo por excelencia colombiano, Aterciopelados, donde todos somos “depredadores y queremos harto billete de contado”.
No todas las impresiones fueron malas aunque haya empezado con una anécdota buena, en un contexto concreto, y luego me haya centrado en cómo he visto en primera persona lo que vi antes en la pantalla, intento invitar a conocer y medio comprender algo de la sociedad colombiana a través de su cine. Las visitas y años de interés por mi país natal me dan para varios artículos sobre Colombia y cómo el cine ha sido parte de mi formación sobre Colombia, tanto para lo bueno como para lo malo, invito a buscar estas películas que cuentan más que estas líneas. Asimismo, este artículo será el primero de una serie de escritos sobre este viaje que aún tengo muy fresco.