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El tiempo de las aldeas

Los cuerpos carbonizados de Pompeya. Los tesoros escondidos de una aldea. Un juego infantil repetido una vez y otra.Un hilo a través del tiempo.

[Este artículo pertenece a la revista Cercanías, editada por La Marea y Diagonal, que puedes comprar en tu quiosco o aquí]

¿En qué época viven las aldeas alejadas de las metrópolis? ¿Qué fecha señala el calendario del vallecito guipuzcoano de Upazan, entre Asteasu y Zizurkil? ¿Y el de Villamediana del Cerrato? ¿De quién son contemporáneos los pastores y campesinos que Antonio Zavala entrevistó y cuyas palabras podemos leer en Las tardes de la Bardena (Sendoa, 1995) y otros libros similares? Como ya no estamos en 1960, debo responder diplomáticamente, diciendo que son, en parte, lugares y personas del siglo XXI, con ordenadores y aparatos de televisión; pero que son, asimismo, de otro tiempo. Tengo esa convicción desde el día que visité el Museo Arqueológico de Nápoles y pude ver los restos de Pompeya, la ciudad que la lava del Vesubio destruyó hace unos dos mil años.

Todo lo que hay en el Museo Arqueológico de Nápoles es impresionante, y más que nada la serie de cuerpos carbonizados de las personas atrapadas por la lava mientras cenaban en su casa o miraban por la ventana. Pero lo que, en otro orden de cosas, llamó mi atención fue un mosaico en el que se veía a unas niñas jugando a las tabas. Pensé: “Podrían ser de Asteasu o de Zizurkil”. Una reacción lógica, porque así era como pasaban muchas tardes mis compañeras de la escuela primaria, lanzando una y otra vez la taba al aire al tiempo que decían “batazaka-biazaka” y otras fórmulas similares. Recordé entonces, por asociación, algo que había escuchado a un profesor de Barcelona, especialista en literatura latina: que el juego infantil que en Cataluña se conoce con el nombre de cavall fort, en el que los niños de un equipo saltan sobre las espalda de otros que hacen de caballo, aparecía ya en el Satiricón de Petronio. Recordé igualmente, siguiendo con las asociaciones, que los campesinos que yo había visto trabajar en el campo utilizaban un arado que llamaban “romano”, y que, durante mi infancia, no hubo en la iglesia de Asteasu lengua más importante que el latín.

A la vuelta de Nápoles pasé una temporada en el pueblo castellano antes nombrado, Villamediana del Cerrato, y lo que había barruntado en el Museo Arqueológico, la continuidad de ciertos modos de vida, o mejor, la existencia de un hilo capaz de unir épocas distintas, fue tomando la forma de una idea. Contribuyó a ello el encuentro que tuve con tres ancianos nada más instalarme en el pueblo.

Ellos subían por la callejuela que daba a mi barrio. Yo salía de mi recién alquilada casa con intención de dar un paseo por la paramera. Se sorprendieron al verme.
–¿Es usted forastero? ¿Va a vivir aquí? –me preguntó uno de ellos.

Cuando les dije que era del País Vasco y tenía la intención de pasar allí unos meses, otro de los ancianos tomó la palabra y empezó a informarme de las maravillas del pueblo. El aire era sano; el pan, de trigo candeal; la plaza, muy despejada.
–También hay una estatua de Trajano –dijo de pronto el tercero del grupo con cierto énfasis.
–¿De Trajano? –me sorprendí.
–¡Ecuestre! –exclamó él, y sus dos compañeros asintieron con fuerza.
–¿Ecuestre? –volví a sorprenderme.
–¡De oro macizo! –remató el anciano.
–Pero, ¿dónde está? –pregunté.
–No se sabe bien –respondió–. Pero la Diputación
anda en ello.

Estaba claro, los ancianos de Villamediana creían en tesoros, algo siempre asociado a la mentalidad tradicional. Tenían además una concepción orgánica, mítica, de la naturaleza. Refiriéndose por ejemplo a la paramera, decían que en ella solo se criaba tomillo.

Los episodios que traían ecos de un tiempo pasado fueron aumentando con el tiempo, pero ninguno de ellos fue tan contundente como el del lenguaje con el que se expresaban los ancianos y no tan ancianos de Villamediana. No era sólo que utilizaran palabras y expresiones en casi total desuso —“Velai la encomienda”, para señalarme un lugar—sino que, sobre todo, no figuraba en su léxico un solo término procedente de Krafft-Ebin, Freud o Jung. Ningún paisano del pueblo decía “estoy deprimido” o “a veces parezco masoquista”; nadie se valía de términos como “esquizofrenia”, “paranoia” o “subconsciente”; en general, nunca nadie hablaba de eso que, en el mundo televisivo, se descarga por toneladas: la vida íntima.

Creí encontrar, por fin, después de mi experiencia en Villamediana, la palabra que, como el hilo que sirve para ensartar las cuentas de un collar, unía todos aquellos casos: los batazaka-biazaka de las niñas que jugaban a las tabas, el latín de la iglesia, los pastores y campesinos ajenos al léxico del psicoanálisis, la creencia en los tesoros. La palabra tenía que ver, como ya he indicado, con el tiempo, con lo que existió mucho antes que nosotros, pero iba más allá. La palabra era —lo digo por fin— “antigüedad”. Antiguo era, ciertamente, el lugar que yo conocí en la niñez, y lo mismo Villamediana; antiguos eran, en general, todos los universos rurales. Como me dijo una vez el narrador Joxe Arratibel, daban la impresión de no haber cambiado mucho desde la llegada de Jesús al mundo.

No sé en qué situación se encontrarán ahora. Quizás no quede, de la antigüedad, sino un perfume, el último efluvio de una botella vacía. Habrá que mirar, tendremos que mirar.

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