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La Casa Palacio del pueblo
La Casa, como la llaman los vecinos, es una casona emblemática del barrio y del casco antiguo de Sevilla y un caso simbólico de empoderamiento de la sociedad civil
Sevilla. Año 2000. David Gómez llevaba un tiempo luchando contra la aplicación del plan Urban en el popular barrio sevillano de La Alameda. Por esa época andaban intentando frenar los efectos colaterales de ese plan, que consiste en subir los precios y poner en estado de ruina las casas. Se trataba del ya conocido como plan de gentrificación, aunque a David le gusta más el término centrifugación, ya que consiste en echar a la gente hacia fuera, a la periferia, despojándoles de sus viviendas y sus orígenes. Es en el cambio de siglo cuando salta el rumor de que van a construir un hotel en la majestuosa Casa Palacio Pumarejo, perteneciente al barrio. “Ya había pólvora y esa fue la chispa que hizo que prendiera la llama”, explica David. “Quisimos que aquí fuera más difícil para ellos hacerse con el espacio y nos concentramos en este lugar tan simbólico como lo es la Casa Palacio”. Nace entonces la Plataforma por la Casa Pumarejo, en defensa del edificio y contra la especulación en el barrio.
La Casa, como la llaman los vecinos, es una casona emblemática del barrio y del casco antiguo de Sevilla y un caso simbólico de empoderamiento de la sociedad civil. Su historia comienza en 1755, cuando el conde Pedro Pumarejo compra este terreno y construye su Casa Palacio. Tras pasar la edificación de mano en mano, de heredero en heredero, finalmente se convierte en casa vecinal. Cuando suena la habladuría de la construcción del hotel de lujo, manifestaciones y concentraciones se suceden. Se plantean también soluciones por la vía administrativa, pero al tratarse de una propiedad privada el intento es fallido. Se decide pasar a la estrategia de buscar los valores de la casa con la ayuda de antropólogos y arquitectos. Una vez realizado un informe la Junta de Andalucía declara a La Casa Monumento Bien de Interés Cultural (BIC), por lo que pasa a ser terreno público.
Conseguida esa victoria, en mayo de 2004 se abre el centro vecinal Pumarejo. “Nunca habíamos montado algo así. Era nuevo para nosotros”, explica David, activista y vecino de la zona. “La idea era encontrar un lugar para reunirse y abrirse a su entorno, donde las personas con ideas e iniciativas tuvieran un lugar para encontrarse”.
El barrio se ha criado en la Casa y en la Plaza que recibe su nombre. En los años 50 llegó a haber hasta 200 personas habitándola. “Muchos de ellos eran niños, que a su vez traían a más niños a jugar en los tremendos corredores, tabernas y talleres que hay aquí”, comenta David. De hecho, las familias son uno de los valores de la casa. Y es precisamente la histórica mezcla de usos del edificio, el de talleres, el residencial, el colectivo y el de negocios sostenibles la que hace que sea “un valor a proteger. Es evidente que el hotel no tiene cabida en la Casa Pumarejo”. Sin embargo, parece que el Ayuntamiento ha preferido deshacerse de uno de sus valores fundamentales: sus habitantes. Ahora mismo el espacio está cedido durante 15 años, pero hace tiempo ya que el consistorio dejo de rehabilitar las paredes caladas de este Palacio y David comenta, con el gracejo que le caracteriza, “como diría aquel, ni está ni se le espera”. Ante esa dejadez, los colectivos pertenecientes al Palacio han decido pasar a la autogestión para conservar el espacio.
Este abandono hizo sospechar de la intención de reapropiación del edificio mediante el pretexto del estado ruinoso. Es algo que tienen bien claro quienes están vinculados a La Casa y es el vecindario quien la ha acondicionado y rehabilitado empezando por el mismo corazón: el patio. “En el 2003 decidimos que había que dotar de más vida a la casa, había que formar parte de su dignificación”. Los locales que ahora tienen vida estaban cerrados a cal y canto. “Es fundamental revitalizar la casa con más actividades y más vida”, cuenta David. Las plantas del patio y un gato que ronda entre las macetas decoran el paisaje junto a un traje de gitana que cuelga desde uno de los balcones.
Los progres y La Cruz de Mayo
Lolo es uno de los hijos de La Casa. Tiene las manos manchadas de cemento porque están haciendo arreglos. Intentan tapar sobre todo las zonas de goteras “Viven personas mayores aquí, y hay que hacer apaños para que no malvivan con humedades”. Lolo cuenta que la suya siempre ha sido la casa de todos, porque desde chiquillo sus amigos entraban y salían todo el rato. El curioso cóctel de culturas y saberes que hay en La Casa es lo que la hace especial. De esa mezcla habla Lolo cuando cuenta que El Coro Dominguero, uno de los colectivos que integra el Pumarejo, llevaba tiempo haciendo gira por Europa con su música y sus cantes. Un año el encuentro tenía lugar en Sevilla coincidiendo con el día de La Cruz de Mayo. “Sevilla es muy mariana”, cuenta Lolo. “En el barrio es muy tradicional la fiesta y la cruz al final era una excusa para reunirnos y pasarlo bien”. Lolo se ríe mientras cuenta qué ocurre el día en el que se juntan “los progres ateos” que habían venido desde distintos puntos del continente, y la gente del barrio, con sus peculiaridades. Al principio estaban separados -los progres en el patio de La Casa y el resto en la Plaza- pero luego terminaron juntándose todos en la plazuela. “Salió espontáneo. Comprendieron que la cruz era sólo un símbolo. Al final era cuestión de sentarse a hablar y de entender que más allá de lo religioso se trataba de una costumbre”, comenta Lolo.
En otra ocasión llegaron unos chavales de Sierra Leona sin papeles. La Oficina de Derechos Sociales se reunió y trabajó en el Pumarejo con los colectivos migrantes. Se iba a celebrar una fiesta con todos ellos, pero las vecinas de la casa, de edad avanzada, eran reticentes a mezclarse. Como los chavales tenían un grupo empezaron a hacer música. “Mi madre y el resto se acercaron y acabaron todos juntos cantando el Poromponpero. Volvió a pasar, salió sólo. La Casa siempre ha sido muy solidaria y muy abierta”, cuenta orgulloso. La mezcla de las altas columnas de caoba de Cuba -según cuentan, únicas en Sevilla- y los bailes africanos y las saetas o bailes populares tuvieron lugar.
Colectivizar los cuidados
Una de los lemas de La Casa es el de “Todo lo hacemos todas”, porque “todos tienen la misma voz, tanto el arquitecto, como el abogado, como su madre”, explica Lolo. “El abogado se ha puesto de mierda hasta arriba currando y ha cogido una escoba y el hombre se ha puesto el mandil en la cocina”. Y eso es porque todos han luchado desde el mismo sitio. “Si hay que parar el carro se para y no se deja a nadie atrás”. El espacio es la unión de distintos saberes y tradiciones por el bien común: “Esto es el Pumarejo, aquí caben todos, eso sí, sin ánimo de lucro”. Me quedo con la frase que leo en la cafetería: “Si no tienes nada que hacer, por favor no vengas a hacerlo aquí”.
Por eso siempre hay alguien haciendo. Hay un trasiego en la cocina donde Mujeres Supervivientes prepara una comida para su reunión de los lunes. Se mezclan los olores de un rico guiso con los de azahar propios de la época, y el incienso de la Semana Santa. “¿Te quedas a comer?”, me pregunta una de ellas, con una cálida sonrisa.
Además de este colectivo feminista hay un total de 21 grupos que se reúnen de manera habitual: Oficina de Derechos Sociales, la PAH, Red Decrecimiento, la Liga de Inquilinos, Ecologistas en Acción, español para inmigrantes, capoeira, taller de costuras o la moneda social Puma, entre otros.
El Ayuntamiento okupa
Desde que empieza la dejadez por parte de las administraciones, tres de los seis vecinos abandonan la Casa, muchas veces mediante el “asustaviejas”, una figura que se dedica a “extorsionar” y atemorizar hasta que el inquilino decide abandonar el inmueble. No es el caso de la madre de Lolo, que aún sigue habitando la Casa a pesar de las dificultades de subir las escaleras cargada con bolsas de la compra y las humedades que acechan sobre todo en invierno. “Ahora el ayuntamiento se está comportando casi peor que las asustaviejas” dijo en su momento una de las vecinas. El 60% de la casa la dejó clausurada el ayuntamiento, por lo que los vecinos ya no tienen acceso a reparar esa zona. “Aunque algo habrá que hacer, no podemos dejarla morir”, asegura David Gómez.
Ante mi pregunta sobre la persecución policial que otros espacios autogestionados han sufrido a lo largo y ancho del Estado, Lolo dice que no ha sido algo habitual, pero cuenta la anécdota en la que una vez la policía llamó a la puerta y le preguntó a su madre si dentro había okupas. “¿Okupas? Aquí lo que hay es gente con dos huevos. Los okupas están en el ayuntamiento”.