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"Ha triunfado la religión del recambio perpetuo, un credo nihilista que sólo puede rellenarse sin pausa de novedades", reflexiona el autor

Bajo lo que cierto optimismo deleuziano pensó en su momento, vivimos en medio de un «hegelianismo generalizado». No hay más que ver nuestro contexto diario: pantallas antes que exterior, información antes que vivencia. Interactividad frenética de la acción y reacción, de la circulación perpetua. Y un infatigable conductismo de masas, con sus alternativas de culto. Nada parece escapar a la economía del espectáculo, con su relevo perpetuo de ofertas, desde lo más estándar a lo más anómalo.

Vivimos de hecho insertos, valga la expresión, en la corrupción estructural de la interactividad. Somos los nudos de una malla gigantesca con mil variantes diarias, cristalizadas en el juego de mayorías y minorías. UPyD interpela al Gobierno por lo que ha publicado El País, que a su vez publica unos documentos a los que el periódico «ha tenido acceso». Etcétera. Información y movilización, estímulo y respuesta. De hecho, el parque humano ya no necesita normas explícitas porque la normativa está empotrada en el incesante relevo del impacto, que nos mantiene como público cautivo.

Ambos buscando la hegemonía en otro bipartidismo, también Syriza y Podemos quieren tener su lugar bajo del Sol de la Historia y participar en el gran angular de lo social, incluida la macroeconomía de la Unión Europea. Por todas partes nos impulsa el miedo a no ser parte de la historia. ¿Tal vez por esto, porque su público no es menos cautivo que otros, Syriza ha podido prometer la revolución que de ningún modo quería ni podía cumplir? A veces la lógica binaria parece imparable porque lo que importa es un nosotros que nos permita dejar el resto fuera.

Si hubiese una versión verosímil de la teoría de la conspiración sería ésta. Las grandes corporaciones, los poderes mundiales y las sectas clandestinas, en suma, la sociedad entera no quiere que el hombre esté a solas, interrumpiendo la comunicación para pensar y vivir según el diablo de su sombra. Dios ha muerto, pero ha resucitado un nuevo dios gregario. Y pararse es el demonio de la dialéctica histórica que nos envuelve, de su credo circulatorio. Fijémonos en que casi todas las películas de terror (también Funny games de Haneke, ese funcionario de nuestro nihilismo de elite) comienzan por una interrupción de las comunicaciones. Para prevenir este riesgo, los múltiples momentos de espera (al teléfono, en el metro, en cualquier cola numerada) de nuestro arresto personal en el mañana están entretenidos con pantallas y temas musicales. Una banda audiovisual acompaña nuestro encierro polimorfo, un retiro tan flexible como pueda serlo un simulacro numérico de la vida.

Estamos ciertamente muy ocupados, tenemos que estarlo, pues a nuestra cultura le incomoda no menos el «tiempo muerto» que los solares vacíos. No es la naturaleza, es el capitalismo quien teme al vacío. Como nuestra cultura carece de cualquier tecnología para afirmarse en la finitud real, sólo puede mantenerse como circuito integrado, prensado, constantemente acelerado. Y eso basta para hacer imbatible al capitalismo, pues el corazón de su multiplicidad consumista es sólo la indiferencia. Cada minuto está plenamente ocupado con algo que no es nada, nada más que la flexibilidad infinita de la ocupación. Por ningún lado debe rozarnos el vértigo que es el envés del espectacular Estado-mercado.

Al margen de los delitos particulares de algunos personajes pintorescos, chivos expiatorios de una mayoría social que ansía la transparencia, la interactividad de lo visible es la base de nuestro oscurantismo. Una ceguera prácticamente indetectable, pues nadie quiere ser rozado por el exterior desde el cual podríamos ser monstruosos. Ha triunfado plenamente la religión del recambio perpetuo, un credo nihilista que sólo puede rellenarse sin pausa de novedades. La variación es el tema: salvo alguna secta entrañable, nadie (tampoco la derecha) cree ya en otro Dios. Y es este integrismo sin cuerpo, sin otra sustancia que la velocidad del recambio, el que nos separa del mundo, el que nos hace extraños e inmorales a los ojos de los pueblos de la tierra.

Y debemos entender por mundo, ante todo, la inmediatez silenciada que nos rodea, esos momentos de inesperada honestidad que surgen en algunos momentos clandestinos del día. Nuestro integrismo de la velocidad, su alta definición contable, nos divide por dentro: en esa reserva de una identidad reconocible ante una vida desnuda cada día más rara. Separación participativa y móvil, realizada con un relevo incesante. Vivimos precedidos de esquemas, pero tan flexibles que no tienen que entrar en ningún exterior real. Es como si, en este plexo imperial en el que palpitamos, todo afuera ya hubiera pasado adentro, de manera que el exterior es una imagen, el anuncio de un paraíso o un infierno.

Es esta flexibilidad, la de un vacío sin cuerpo, multiforme, la que permite una personalización en masa. I am what I am. Imperialismo del currículum, del contexto, del narcisismo, de la visibilidad. Todo ello es herencia de nuestro temor ilustrado a la barbarie de las afueras, esa existencia sin historia que no obstante sentimos que susurra ahí, en una cercanía para la que no tenemos ya ninguna tecnología. Por eso el terror a todo lo durmiente, a lo solitario que no participa ni se expresa. De ahí también el delirio de nuestra cultura con la soledad, como si ésta fuera el fin del mundo en una cultura que sólo cree en la salvación por la conexión.

Sharing is caring. Compartir es cuidar; es hacer circular, personalizado en masa, el olvido de cualquier exterior, de cualquier negatividad. Lo que compartimos es la fragmentación numérica del tiempo, apretada al minuto para que no se cuele nada de un anónimo exterior. Compartir es cuidar nuestro retiro de la alteridad que es la pulpa de cualquier escena real. Ante ellas nos enredamos: aislados e hiperconectados, vivimos solos y ligeros, divorciados de todo arraigo para estar más juntos. Ciertamente, sólo se pueden masificar átomos neutralizados, en blanco. Se comparte entonces el narcisismo, pero éste sólo consiste en el aislamiento de perfiles sin alma que suman «amigos». Con una mentalidad básicamente aditiva, nos protegemos en una enorme prisión de régimen abierto a la que llamamos sociedad de conocimiento o era del acceso. Una prisión múltiple, es cierto, tan flexible como las distintas franjas horarias. Si el tiempo real es la obsesión del sistema es porque el poder debe hoy confundirse con el control local del tiempo. Un tiempo que nunca ha sido más escaso, 24 horas al día y 7 días a la semana.

El mensaje es la densidad de este medio sin fin, su masaje. Por eso los contenidos son casi indiferentes y se relevan sin cesar. El resultado final es esta soltería nómada, una especie de sedentarismo portátil. Y también la adoración publicitaria de la juventud, una humanidad de alta definición, sin arrugas ni memoria. El capitalismo es finalmente esta plenitud de la historia, el terror sonriente de su inmanencia. Una transparencia fuera de la cual no debe haber nada más que atraso, horror, tiranía y catástrofes naturales. Una apoteosis de la historia, pues, en absoluto su fin.

El capitalismo no es entonces la economía política de una clase dominante, sino una economía impolítica del tiempo, de un tiempo lineal («vacío y uniforme», dice Benjamin) que se hace igual para todos. De ahí el lugar mítico de la clase media en una metafísica de la historia que impide tocar el afuera e interrumpir la circulación perpetua. El fetichismo de la mercancía se ha ampliado al horizonte entero de social, a la sociedad misma como metamercancía. Esto hace que la revolución, que está sin cesar en boca de toda la publicidad, haya muerto como posibilidad real. Nuestra metafísica del adentro climatizado, un adenro que ha roto amarras con todo afuera, equipara las distintas ideologías políticas. De ahí que sus alternativas no produzcan ningún acontecimiento. Éste vienen de fuera, de naciones alejadas o de catástrofes naturales.

En medio de este medio infinito, cualquier revolución será sólo otro anuncio. Por eso, constantemente, podemos pronunciar el nombre de la revolución en vano. En boca de muy distintos líderes, la revolución es sólo un simulacro para el consumo interno, una fiesta alternativa que reanima el poder mundial de un imperio sin rostro. Como si dijéramos, naturalmente sin decirlo: donde no llega el Tea Party, llegarán los Simpson; donde no llega EEUU, lo hará Francia. Pero el odio al exterior anómalo de la tierra se mantiene. Es posible, como hace décadas sugería Hannah Arendt, que la atmósfera irrespirable de Marte nos resulte ya más amable que la sombra de la Tierra.

Se da entonces una especie de temible inocencia en nuestro orden social, como si no fuera más el poder de un niño que teme a la noche. Una inocencia temible, pues está armada con algo más que tecnología punta y cabezas nucleares. Su gran arma es desconocer todo lo que desprecia, todo lo que ignora o teme. Literalmente, así, nuestra orgullosa época «no sabe lo que hace». De ella brota un poder móvil, naturalmente desenvuelto, que apenas se expresa en la fascinación por una metafísica binaria. Y el sectarismo global que genera: el 0 de los otros, el 1 del nosotros. En este punto, como en tantos otros, la extrema derecha sólo dirá en voz alta lo que piensa el entero arco político con la boca pequeña.

Así pues, toda la metafísica informativa es hija también de una racial distancia que debemos guardar con cualquier cercanía, con los posibles encuentros con los que se nos amenaza. Después vendrá la moda de la fusión, pero antes todos los elementos de nuestro mundo (sujeto y objeto, individuo y comunidad, nosotros y ellos) han de ser separados.

Y sin embargo, silenciosamente, bajo nuestra mitología global lo que ocurre sigue siendo inevitablemente local. Recordemos la muerte del pequeño tendero tunecino que desencadena la revuelta en los países árabes. Así es siempre, pues cada vida es una especie de epicentro, un frágil absoluto local del que todo movimiento visible es solamente una «réplica» posterior, como ocurre en los seísmos. Lo común, la comunidad surge siempre de una manera efímera, a veces insignificante. Una comunidad nace del acontecimiento de un encuentro. Tenga o no el tono de un antagonismo, se trata de un encuentro necesariamente contingente.

Es cierto que el privilegio de lo histórico mundial, degenerado después en espectáculo, nos desarma frente a ese acontecimiento imprevisto, sin modelo ni sujeto, donde vira la existencia. De la Historia se podría decir lo que Bourdieu dijo en su día de la televisión: lo que ocurre un día cualquiera en un barrio cualquiera es indetectable para la sordera informativa y la lógica del entretenimiento. Como toda nuestra cultura es un metarrelato, una gigantesca ficción «basada» en una historia real (y no menos los telediarios que la literatura o el cine de consumo), se explica también la impunidad de los periodistas y los políticos. Si los hechos faltan a la cita de la rotación informativa, «tanto peor para los hechos» (Hegel).

¿No hay salida? Sí la hay, y es bien sencilla. Pero, bajo la costra protectora de la complejidad, exige volver a pactar con el diablo de otra infancia. Nunca ha sido más fácil fugarse de la prisión de la Historia. Basta, en un instante singular y común, con interrumpir el encadenamiento numérico para volver a aceptar el final de la historia aquí, escuchando los espectros del afuera. Para ello sólo tenemos que poner entre paréntesis, al menos con una mano, nuestra tradición racionalista y dialéctica.

Sensibilidad e intelecto, afectos y cabeza. Y ésta misma está dividida: tenemos dos lados, dos hemisferios cerebrales. Tenemos también dos manos, y una no tiene por qué entender lo que hace la otra. Si nos volcamos en la acción sin reposo, en la transparencia que teme a la sombra, nos devorará la circulación. Seremos entonces parte de una capitalismo cuyo espíritu implica el endeudamiento anímico a la expansión, al relevo continuo. Si por el contrario nos retiramos a la clandestinidad de una paz solitaria, no sólo abandonamos los deberes de lo colectivo, sino que abandonamos también la alteridad mundana que constituye nuestro ser más íntimo.

Los dos polos son legítimos, pero dudosos en su parcialidad, tanto desde el punto de vista médico como desde el punto de vista ético y político. Para romper con esa dicotomía, es urgente lograr un nuevo cuerpo, volver a sentir y pensar con lo más atrasado de nosotros mismos.

*Ignacio Castro Rey es filósofo

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