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El ‘outing’ de Celia Villalobos

"Hasta ahora, había dos razones por la que los medios se decidían a prestar atención a los videojuegos: su capacidad para generar polémica y los números que maneja", apunta el autor

No es la primera vez que pillamos a un político haciendo algo tan impropio y tan poco serio como jugar, pero dejen que les recuerde que lo habitual es que estén al otro lado, es decir, apuntalando prejuicios sobre los peligros de las nuevas tecnologías y pidiendo que se censure ese videojuego tan escandaloso que ha salido en el Telediario. Gracias al fotógrafo Álvaro García pudimos ver a Bartolomé González y María Isabel Redondo, diputados del Partido Popular, liados en una partida de Apalabrados mientras en la Asamblea de Madrid se aprobaba la privatización de la Sanidad pública. Era a finales de diciembre de 2012 y, angelitos, ya estaban pensando en las vacaciones: ambos recibieron una reprimenda de Ignacio González y corrieron a pedir disculpas en las redes sociales, que es donde se resuelven estas cosas.

Gracias también a Twitter, tan indiscreto cuando quiere, hemos comprobado lo buenos que son Fátima Báñez y José Antonio Monago en Bubble Shooter Adventures y Doodle Jump. Ante la mezcla de pitorreo e indignación del personal al comprobar que sus señorías se dedican a matar marcianos, ambos reaccionaron de manera similar: con la cara de susto de quien ha visto descubierto su historial de búsquedas en Google y echando la culpa a los niños, porque al fin y al cabo los videojuegos son cosa de niños. Así que, como jugador habitual, permítanme que me deleite por unos minutos con la tormenta que han desatado las imágenes del periodista Antonio Maestre de Celia Villalobos dándole al Candy Crush Saga (o al Frozen Free Fall, que lo mismo da) mientras Rajoy soltaba su mandanga en el Congreso. Es una revancha, es justicia poética. Y tiene algo de outing: vamos, Celia, sal a jugar que tú lo haces fenomenal.

Hasta ahora, había dos razones por la que los medios de comunicación se decidían a prestar atención a los videojuegos. La más obvia es su capacidad para generar polémica e implica en última instancia que jugar, divertirse, pasárselo bien, vaya, es una actividad sospechosa: de la misma forma que se apunta con el dedo al ocio nocturno y a la pésima reputación de la música electrónica a la hora de hablar de casos como el del Madrid Arena, hemos crecido viendo cómo los videojuegos eran carne en la secciones de sucesos, vinculados a todo tipo de trastornos físicos y mentales (obesidad, aislamiento, violencia), y el tema cuñado por excelencia de tertulianos y columnistas. Al fin y al cabo, cuando la dramaturga Paloma Pedrero escribió aquella columna penosa en La Razón en marzo de 2009, en la que entre otras cosas afirmaba que “nuestros niños civilizados se pasan horas jugando con estas mierdas”, no hacía sino nadar con la corriente en un escenario donde muy pocos “intelectuales” se atreven a cuestionar el papel de los videojuegos ni su relación con la violencia. Horrorizada y fuera de sí, Pedrero se lamentaba de que “esto viene aderezado, además, con unas músicas estridentes y animadoras, ruidos, flashes estimulantes”. Y el Señor nos proteja de la música “animadora”.

La otra razón por la que la industria del videojuego suele ser noticia es por los números que maneja y es fácil encontrar ejemplos en las páginas salmón y las secciones de tecnología. Como negocio de éxito, llevamos meses siguiendo el ascenso de Candy Crush Saga hasta su coronación como “aplicación número 1 en ingresos de Google Play y App Store”. También los movimientos de su desarrolladora, King.com, que abrió sus puertas en verano de 2012 y que hoy está instalada en una docena de capitales del mundo, entre estudios y oficinas, incluida Barcelona. En este tiempo hemos visto casi de todo, desde los intentos de la empresa por tener el control legal de la palabra “Candy”, que impediría a la competencia lucrarse con clones fotocopiados de su producto estrella, hasta su cacareada salida a bolsa, al igual que ya hiciera antes Zynga, creadores de FarmVille. La gente de King.com lo tiene todo para salir en revistas como Wired, incluido un futbolín en el trabajo en porque su filosofía entiende que “si [los empleados] no están pasando un buen rato no pueden rendir”. Y como Roivo y sus populares Angry Birds, también se han lanzado a explotar los caminos del merchandising.

Así que lo que hace Disney con Frozen Free Fall, el jueguito de Celia Villalobos, es de cajón: imitar el movimiento de la competencia para llevarse un trozo del pastel. Algunas de las razones del éxito de Candy Crush Saga tienen que ver con la evolución de los propios videojuegos: gracias a Facebook, móviles y tabletas, los tenemos al alcance de la mano a cualquier hora del día, en casa, en el metro, en el curro. Hablamos de videojuegos pensados para gustar a toda la población, que se entienden a la primera, que ofrecen retos nuevos constantemente para mantener el interés y que pueden manejarse con un dedo. Videojuegos amables y simpáticos, políticamente correctos, sin referencias religiosas ni sexuales (en el caso del de Disney, apoyado además en una franquicia de éxito propia), y que no necesitan del presupuesto de una gran producción. Y son “sociales” porque contemplan que el jugador interactúe con sus amigos como otra actividad más de las redes sociales.

Ambos son gratis pero cuentan con un sistema de micropagos para obtener recompensas inmediatas, el cruce perfecto entre el modelo Freemium/Premium de muchas empresas de contenidos –que salvo excepciones, sigue sin encontrar rentabilidad– y una vieja sacaperras. ¿Otras razones por las que funciona un videojuego como Candy Crush? Como reconocía su co-creador Sebastian Knutsson a El País, “en 2010, casi todos los juegos de puzles elegían joyas. Pero un diamante no despierta el mismo tipo de empatía que un dulce”. Me encantaría preguntarles a nuestros políticos por esta espinosa cuestión.

Los gurús de las nuevas tecnologías suelen decir que, en este entorno virtual en el que nos movemos, si algo es gratis debes preocuparte porque eso significa que la mercancía eres tú. Y el contagio social es imprescindible en juegos como Candy Crush: ¿Cuántas invitaciones para jugar recibiste antes de enterarte de que podías eliminar para siempre las malditas notificaciones de Facebook? Era eso o morir sepultado bajo una tonelada de gominolas porque para sobrevivir en un entorno hostil, Candy Crush se vale, entre otras cosas, de mensajes de spam como los que compartieron Bañez y Monago desde sus cuentas de Twitter. Lo supieran o no, sus tuits tenían la función de servir de cebo a nuevos jugadores. En su día, después de dar a conocer al mundo su puntación, Bañez recurrió en primer lugar a la excusa torpe de “alguien me han hackeado la cuenta”, una demostración de que tener un iPhone no hace que entiendas mejor cómo funcionan las redes sociales ni las aplicaciones que usas a diario. Hay muchas brechas que nos separan de nuestros políticos y la tecnológica, me temo, es solo una más. Es difícil encontrar un discurso pro-videojuegos en los políticos y, cuando por fin algún valiente decide arrimarse a ellos, aunque sea por motivos electorales, el resultado provoca la misma vergüenza ajena que cuando se lanzan, no sé, a grabar un rap para hacerse los enrollados. Fue el caso de las Nuevas Generaciones de Cataluña y Alicia Sánchez-Camacho con el videojuego Alicia Croft, protagonizado por una heroína que “se alimenta de toros, burros, monteras o barretinas que le dan fuerza para disparar contra sus enemigos: inmigrantes ilegales que se lanzan en paracaídas desde un avión o un grupo independentista en zepelín”, según recogía El Mundo. Por alguna extraña razón que se me escapa, estos tipos entendieron que en el terreno de juego vale todo y, lo que es más preocupante, que algo así podía resultar divertido.

Seré sincero: tengo mi timeline de Twitter ocupado por un montón de hombres y mujeres que llevan jugando a videojuegos toda su vida, muchos de ellos incluso se ganan la vida jugando. Algunos han aprovechado estos días para recomendar a nuestros políticos títulos de mayor calado intelectual, de la misma forma que cada año no faltan ministros y personalidades a las lecturas institucionales de El Quijote: hay que dar ejemplo y hacerse la foto. Son juegos como Device 6, que viene a ser una novela interactiva, y como el poético Monument Valley, que se vale de los trucos ópticos de artistas como M.C. Escher para sus puzles y al que se ha visto jugar a Frank Underwood (Kevin Spacey) en la serie House of Cards, uno de los políticos más jugones de la ficción. ¿Se imagina una clase política a la altura de los tiempos que corren?

Puestos a recomendar, aconsejaría a sus señorías que echasen un vistazo a Papers, Please: también es un rompe-cabezas disponible para ordenador y para iPad y aunque no es gratuito, invita al jugador tomar una serie de decisiones morales en el contexto del trabajo diario de un inspector de aduanas. ¿Ayudarías a un inmigrante y a su mujer a pasar a tu país aunque eso suponga saltarte la ley o eres un burócrata de los pies a la cabeza? ¿Quizá te van los sobornos? ¿Colaborarías con un grupo de la resistencia para derrocar al gobierno totalitario de Arstotzka? Cuestiones mucho más estimulante para nuestros chavales que esa payasada de tirar bombillas a los sinpapeles.

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Comentarios
  1. Me gusta La Marea. Se agradece un periódico así. Pero ¿tan dificil es escribir en castellano? A parte de los nombres de los videojuegos, que obviamente están en inglés, y empezando por el titulo y hasta el punto final, leo: outing, merchandising, timeline, hackeado, spam. Es desalentador leer (y mucho mas escuchar) una palabra tan ajena a la lengua española como merchandising o mucho peor, hackeado, que es un engendro absurdo. De pronto, leo entre tanta palabreja inglesa una mención al Quijote, que viene a ser como encontrar un oasis en el desierto y pienso ¡que bien harían los políticos españoles si se llevaran la novela de Cervantes al Congreso, en vez de rebuscar sus huesos!

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