Cuando se produce el golpe de estado de 1936, el diplomático Francisco Serrat y Bonastre (Barcelona, 1871- Madrid, 1950) estaba en la cabeza del escalafón y ejercía el cargo de ministro de España en Varsovia, esto es, embajador. Aunque fue uno de los 35 altos cargos del franquismo imputados por la Audiencia Nacional en el sumario instruido por el juez Garzón, estas memorias de quien sería primer ministro de Asuntos Exteriores del dictador demuestran que no tuvo ni pudo tener nada que ver con el celo represivo del general felón. Es más –asegura el historiador Ángel Viñas como editor de este libro*-, se trató del único diplomático que hizo todo lo posible no para dimitir, a lo que nunca se atrevió, sino para que le echaran, tal como de hecho ocurrió en cuestión de meses.
La singularidad del caso hace especialmente interesantes las páginas que Serrat dejó escritas como desahogo personal de aquella fugaz experiencia como Secretario de Relaciones Exteriores (entre octubre de 1936 y abril de 1937) del Cuartel General del Generalísimo. Escritas al término de su existencia, el autor no aspira con su memorias a que le puedan interesar a alguien, “porque escribo para mí y solo por el gusto de repasar en mi memoria el curso de mi vida”. Esa génesis y orientación de su testimonio hace especialmente valiosa la aportación de Francisco Serrat, pues a diferencia de otros, éste se desmarca de la línea de apoyo seguida por la propaganda memorialística al uso con tal de ensalzar hasta la fantasía las interioridades de aquel franquismo castrense.
“El ángulo en el cual el autor se situó –escribe Viñas- fue el de la interacción entre las necesidades de la política exterior de la naciente dictadura (como tal la caracterizó repetidamente), la acción de los hombres que intervinieron en su formulación (en primer lugar los hermanos Franco), la deletérea atmósfera de Burgos y de Salamanca y el ambiente que reinaba en el Cuartel General”. Serrat trató de poner un poco de orden en la actividad exterior de una autoridad caótica y desorientada, y en una sociedad que vivía aterrorizada bajo la actuación incontrolada de los falangistas y de unos tribunales empeñados en “encausar a la humanidad entera”, tal como puedo comprobar con su amigos de Salamanca Miguel de Unamuno, rector de aquella universidad, que también respaldó en principio a Franco.
Es interesante al respecto, con relación a la crítica formulada por el escritor vasco contra los militares sublevados el 12 de octubre de 1936 en el paraninfo universitario («venceréis pero no convenceréis»), la versión que del incidente da Francisco Serrat. El epílogo del mismo lo juzga el autor de este modo: «No [fue] una medida disciplinaria contra el general que perdió la corrección [Millán Astray, al que Serrat califica de patriotero reopetidamente]. No. Un decreto lacónico destituyendo a Unamuno del cargo de rector. Tardó pocos días en morirse [poco más de dos meses, el 31 de diciembre] y tengo para mí que debió irse satisfecho de dejar este loquero».
Estas memorias son, en resumen, una de las visiones más enteras y fiables contadas desde dentro de aquella primera organización de un Estado campamental tan limitado como desquiciado, del que el autor logro huir como de una «tremenda pesadilla», según lo calificó el mismo. La edición y anotaciones de Ángel Viñas, que aporta asimismo un estudio de Serrat y de su entorno, contribuyen a darnos a entender las circunstancias vividas por el protagonista, que tras apoyar en principio la sublevación e insertarse durante la guerra en la propia corte del dictador, acabó como refugiado en Suiza, perseguido por el celo vengativo de los hermanos Franco, hasta el punto de abrírsele expediente de depuración bajo la acusación de ser enemigo del Movimiento Nacional y del nuevo Estado.
Franscisco Serrat, que terminaría siendo miembro del consejo privado del conde de Barcelona, conservó hasta que regresó enfermo a Madrid, en 1950, algunos documentos comprometedores para Nicolás Franco, que mantuvo en su poder para su autoprotección, sin que jamás los reprodujera ni se sepa al día de hoy qué pudo ser de ellos, según afirma Ángel Viñas al término de su pormenorizado estudio. El de Serrat es un caso único en la diplomacia española. En cuestión de meses -anota el historiador- pasó de ser el número uno de su escalafón y protoministro de la dictadura emergente a un apestado al que persiguió una justicia militar inefeciente y corrompida.
Ni cuanto hacia el régimen era soportable por sus partidarios. Y lo soportamos casi 40 añitos.