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Morir por la patria y su buen nombre
"A la historia que busca la verdad de los hechos le pasa como al pensamiento sobre dios: enfría los calores del sentimientos", escribe el autor
Reseña de ‘Historia del poder político en España’ (RBA, Barcelona, 2014), de José Luis Villacañanas
«Dos poderes que se temen y se observan suelen comportarse de la misma manera», nos cuenta el profesor de filosofía José Luis Villacañas. Entre los francos y los musulmanes, España se fue haciendo de manera muy diferente a como ahora la sentimos hasta con pasión de muerte. ¡Ay si los que vibran con la patrias supieran de dónde viene ese sentimiento nacional por el que darían la vida…! Este libro esencial mira la historia desde el poder político, es decir, desde «las luchas históricas en las que el poder se implicó». De los que ganaron y de los que perdieron. De los que dirigían las luchas y de los que morían en los campos de batalla. Es mucho más interesante ver «las luchas previas al instante de la victoria» que explicar sin más el poder constituido. Al ver el poder desde el conflicto, la historia real es bastante más fascinante que cualquier juego de tronos y, además, tiene la virtud de que enfría el sentimiento patrio al dejar claro que no conviene convertir el azar en un designio divino. La patria que hace hervir hoy la sangre podía hoy ser parte de Francia, tener entidad política propia independiente o ser incluso, de manera paradójica, el baluarte por excelencia de lo que ahora combate. A la historia que busca la verdad de los hechos le pasa como al pensamiento sobre dios: enfría los calores del sentimiento. Y ayudaría a entender que las reclamaciones de soberanía no tienen por qué asentarse en la historia. Debiera bastar asentarlas en el respeto hoy y ahora en la democracia.
Durante siglos los godos fueron despreciados por astures y vascones, quienes cobijaron a todo tipo de gentes que huían del resto de la península bajo dominación árabe. Principalmente porque les subían los impuestos. El mito visigodo que enarbolaría Franco, tomado a su vez de los conservadores del siglo XIX, no se sostiene por ningún lado. Para la monarquía nacional-católica es muy útil echar las culpas a otras religiones (los judíos suelen llevarse la palma histórica), pero lo cierto es que quienes abrieron las puertas a la invasión árabe y quienes permitieron su consolidación fueron «los duques y los obispos». Quien incitó a los beréberes a pasearse por el sur de la península fue Don Julián. A Don Rodrigo le abandonaron los cristianos y fue tan sencilla la conquista que los cronistas musulmanes del siglo X la explicaron como un regalo de Alá. Eso no quita para que Don Marcelino Menéndez Pelayo afirmara sin temblarle el pulso que «Averiguado está que la invasión de los árabes fue inicuamente patrocinada por los judíos que habitaban en España. Ellos les abrieron las puertas de las principales ciudades. Porque eran numerosos y ricos». Así se cuenta la historia. Algunos mueren por la patria y su buen nombre.
La forma que han tomado las luchas en España desde el siglo VI han forjado un «estilo de poder» que marca el lugar donde ahora mismo estamos. La debilidad de la esfera pública, las diferentes estructuras sociales y políticas en Aragón y en Castilla (mucho más dialogantes en el primer caso), el mito del Apocalipsis con sus Cristos y sus Anticristos trasladados a la política, la resistencia y la reconquista como forma de relacionarte con el otro, el papel modernizador de las ciudades frente el atraso rural, la sumisión española a las soluciones venidas de fuera antes que a las endógenas, configuran un fresco más bien rancio por donde discurren en este libro quince siglos. Con la Inquisición como basamento que hizo del «converso» el arquetipo de cómo se tenía que mirar -y que aún hoy dura- a cualquier novedad histórica.
Un elemento central de este trabajo es recordar que, frente a la creencia popular, España es una nación tardía aunque haya tenido un Estado desde el siglo XV. Algo que siempre se ha postulado de Alemania o de Italia pero no de la piel de toro. Cataluña lleva más tiempo encontrándose a sí misma como nación que una España dominada por una Castilla que tuvo más interés en evangelizar que en crear una comunidad nacional. Es precisamente esa condición de nación tardía, junto a la mirada asustada frente a lo nuevo y la falta de desarrollo interior impedido por la dimensión imperial, la que ha generado la inseguridad permanente de las élites que prefieren la inmolación numantina antes que el diálogo. Vaya, como lo que está pasando ahora mismo entre Cataluña y España.