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Verano azul

Treinta años después del estreno de la exitosa serie de televisión, muchos desconocen el estribillo “Del barco de Chanquete no nos moverán”. Pero hay quien reivindica su vigencia

Estamos todos dentro del barco, sentados en sillas de plástico, cuando Bea asoma por la escotilla, sus trenzas colgando: “¡Rápido, subid, que ya están aquí!”. Me pongo en pie, tomo la guitarra y sigo los pasos de Pancho y Javi por la estrecha escalera.

En efecto, ahí están, han llegado. Así que nos alineamos en la cubierta, empuño la guitarra, y con las primeras notas hinchamos el pecho para cantar bien fuerte: “No, no, no nos moverán… No, no, no nos moverán…” Miro hacia los lados, admirada de la intensidad que todos ponen en la interpretación: Pancho gesticula con los puños apretados, Javi tiene mirada furiosa, Bea y Desi se agarran del brazo, y Chanquete enrojece, los ojos cerrados. Y como todos los días, a los pocos segundos nuestras voces ya no se oyen, bajo el griterío de quienes hacen coro abajo, en el asfalto: “Del barco de Chanquete no nos moverán, del barco de Chanquete…”

Lo de siempre: parejas de treintañeros o incluso ya cuarentones, acompañados de sus hijos; pandillas de amigas con expresión divertida, todas con el brazo en alto para fotografiarnos con el teléfono; y muchos niños, la mayoría con cara aburrida, fastidiados por la insistencia de sus padres en explicarles quiénes somos estos que cantamos una canción vieja sobre un barco varado en una explanada de aparcamiento.

Aunque ya he soltado la guitarra, los visitantes siguen cantando, y sólo callan cuando nos ven asomar por la puerta. Nos repartimos entre ellos, nos rodean para fotografiarse con nosotros. El favorito, como siempre, Pancho, que menea la cabeza para sacudir su flequillo negro. Javi bromea con varias mujeres que algún día tuvieron su edad pero que hoy podrían ser sus madres, se deja besar y abrazar, mirando de reojo a Pancho, envidioso de su éxito fácil. Y preocupado por que le acaben despidiendo como a Quique, al que echaron hace dos días por su falta de gancho, así nos lo dijo el jefe: “Nadie quiere hacerse fotos contigo, qué le vamos a hacer, Quique siempre era el pan sin sal; había quien quería a Pancho y quien prefería a Javi, pero nadie elegía a Quique”.

Chanquete tampoco tiene problemas de popularidad. No importa que su parecido sea escaso: a nuestro Chanquete le bastan una gorra, la camisa abierta y un acordeón para convertirse en el viejo marinero entrañable con el que todos quieren fotografiarse. A las chicas tampoco les va mal: Bea es mucho más guapa que la original, y su cuerpo no es precisamente el de una adolescente pánfila. Supongo que por eso la contrataron, superando el obstáculo de sus tatuajes, que no parecen molestar a ningún nostálgico en busca de autenticidad. Es la favorita de los visitantes masculinos, los que en su día desearon ser novios de aquella cría, y que hoy encuentran esta versión mejorada. También lo sabe Desi, que se cuelga de su brazo para no quedar apartada, y así sale en todas las fotos. Si nadie le reprocha su escaso parecido con la original es porque en realidad ni la ven. Y luego estoy yo, que recibo sonrisas admirativas por mi enorme semejanza. Es lo que me salva de acabar como Quique.

Yo soy Julia. Hace treinta años yo también quería ser Bea, como todas las niñas. Pero hoy tengo edad de Julia, o al menos la aparento, pues tengo más años que ella entonces. Y sobre todo disfruto de un parecido que nunca había considerado, y que me permitió conseguir este trabajo. Me animó mi exmarido, tras leer el anuncio: “Anda, por qué no te presentas. Si te quitas esas gafas de modernilla y te cepillas el pelo, eres clavadita.” Lo mismo pensó el jefe cuando me vio el día de la entrevista: “Tú eres Julia”, me dijo al verme entrar, asombrado, y me eligió entre otras quince rubias que se habían vestido con blusas y faldas sacadas de los armarios de sus madres.

Por fin suena la campana del trenecito, la llamada para que los visitantes suban a los vagones y sigan su recorrido por el pueblo. Tras el barco de Chanquete irán a la taberna de Frasco, luego fotografiarán varios edificios de apartamentos veraniegos que el guía señala como alojamientos de Piraña, de Bea, de Javi. Y finalmente irán a la cueva, mientras nosotros esperamos al siguiente grupo, cada uno entretenido omo puede: Pancho juega con el teléfono, Javi coquetea con Bea, Desi estudia para sus exámenes de septiembre, Chanquete lee una gruesa novela. Y yo, Julia, fumo un cigarrillo tras otro detrás del barco, aguantando el olor a meado de quienes vienen aquí a aliviarse, grupos de borrachos nocturnos que encuentran placer en orinar contra el barco de su infancia.

También Chanquete y los chicos mean aquí, mientras que las muchachas y yo cruzamos la calle hasta un bar donde nos dejan usar el baño. El bar se llama Verano azul, y las paredes están decoradas con fotogramas descoloridos de la serie y retratos firmados por los actores cuando vinieron a celebrar un aniversario.

El descanso no da para mucho, en seguida llega el siguiente grupo, esta vez no en el tren sino en bicicletas. La agencia organiza los mismos paseos pedaleando, y los visitantes disfrutan silbando su melodía por las calles. A esta hora de la tarde ya estoy cansada, he perdido la cuenta de las actuaciones, y subo a cubierta desganada, me cuesta fijar la sonrisa de Julia. No soy la única: compruebo que ninguno canta, todos mueven los labios en silencio, dejando que los turistas pongan voz a la canción. “No, no, no nos moverán…”

Anochece en La Dorada, se encienden los focos, y todavía nos queda un par de representaciones. Las peores del día, porque estamos agotados, y a los visitantes se sumarán los que hacen botellón en el aparcamiento, muchachos que tal vez nunca vieron un capítulo, o si lo vieron se burlaron de aquellas historias que conmovían a sus padres. Nos abuchean, a veces nos tiran latas o intentan trepar.

Por fin, tras el último pase, viene el encargado para cerrar La Dorada. Dejamos aquí el acordeón, la guitarra, la gorra de marinero, el aparato dental de Desi. Caminamos hasta la parada del autobús que nos llevará de vuelta a la capital, una hora de trayecto. Algunos duermen, otros hablan por teléfono. Evitamos mirarnos, grotescos con estas ropas de hace treinta años, la camiseta de rayas de Pancho, el vestido de Desi, nuestros peinados.

El disfraz se vuelve doloroso a la luz amarillenta del autocar. Hoy se sienta a mi lado Pancho, que por suerte siempre está callado. Me gustaría preguntarle si entiende lo que hacemos, si oyó hablar alguna vez de la serie. Pero estoy demasiado cansada para iniciar un diálogo que con él siempre es difícil, apenas habla español.

Los demás sí, algo saben. A Desi sus padres le ponían los capítulos, aunque nunca compartió su entusiasmo. Tampoco Javi, pero le da igual, esto es mejor que poner copas en un chiringuito. Bea se vio todos los capítulos antes de la entrevista, se lo tomó en serio, fue la única que se creyó las promesas de un proyecto mayor, un remake de la serie con nuevos actores, incluso un musical. Ella ha rodado un cortometraje con amigos, aunque como actriz encuentra aún menos futuro que como bióloga. El año que viene se irá a Alemania.

Chanquete duerme, sus ronquidos nos acompañan por la autovía. En el reflejo de la ventanilla veo a Julia, acepto el parecido, aunque en la serie Julia nunca tuvo esa mirada, el rostro ablandado por la fatiga, los ojos achinados de sueño, la mueca amarga.

***

Del barco de Chanquete no nos moverán.
Del barco de Chanquete no nos moverán.
Porque en el barco tiene él su nido,
no nos moverán…

***

Le cuento a Javi que es una versión de una vieja canción obrera, que la popularizó Joan Báez. Joan qué, me pregunta arrugando la nariz. De pequeña yo la cantaba en las manifestaciones con mis padres, pero hoy la mayoría cree que la canción nació en la serie. Le canturreo la original: “Unidos en la lucha no nos moverán”. Lucha, qué lucha, pregunta.

***

La Dorada está cerrada hoy, y tampoco aparece el encargado. Esperamos sentados en la escalera, aunque el tren aparcado es una mala señal. Chanquete llama a la agencia sin que nadie responda. A media mañana tomamos café en el bar Verano azul. Ninguno tiene humor para comentar las fotos en las paredes, las sonrisas de esos que no somos nosotros. Chanquete se caga repetidamente en los muertos del encargado, del jefe y de su puta madre, y nos recuerda que no hemos llegado a cobrar ni un euro tras un mes y medio. Teme que se larguen sin pagarnos, nos cuenta que ya le pasó el año pasado en otra empresa.

Pasamos la mañana deambulando por el aparcamiento. De vez en cuando se acerca una pareja con niños, una pandilla de amigas, se hacen fotos junto al barco. A veces nos señalan, nos toman por fans que vienen al santuario vestidos como sus personajes favoritos. Chanquete rechaza de malas maneras cuando le piden una foto. Pancho sí acepta retratarse, y consigue algunas monedas a cambio.

A media tarde, tras un bocadillo en el Verano Azul, Bea y Desi van a la agencia. Los demás quedamos repartidos en bancos del parque próximo, menos Pancho, que se acerca a los turistas para ofrecerse con una sonrisa pícara. Cuando vuelven las chicas nos cuentan que no hay nada que esperar. Una administrativa les ha dicho que se acabó, esperaban que el ayuntamiento se implicase y al final no ocurrió. No sabe nada del jefe ni del encargado, ella tampoco ha cobrado.

Chanquete se lía a patadas con la puerta cerrada, y acaba cogiendo piedras y lanzándolas contra el casco, a lo que se suman Javi y Desi, ante la sorpresa de los turistas que nos hacen fotos a distancia prudencial. Una piedra revienta una de las ventanas de la caseta del timón, y el sonido de los cristales parece la señal para apedrear con más intensidad, incluso Bea y yo nos unimos, no así Pancho, que acaricia monedas en el bolsillo.

Cuando aparecen los policías, La Dorada está herida de desconchones y grietas, no queda un cristal entero; Chanquete y Javi han hundido parte de la puerta a patadas, mientras Bea y Desi arrancan azulejos que en el parque cercano recuerdan a los personajes de la serie.

Los demás están demasiado excitados para hablar, así que yo me meto en el papel de Julia, que siempre era la más racional, y explico a los policías lo sucedido, el cierre sin aviso, los sueldos pendientes, el verano perdido y sin otros trabajos a la vista. Un agente nos coge los carnés, otros dos mantienen a Chanquete inmovilizado contra el asfalto, y Pancho se ha escabullido hacia el parque, no quiere acabar en un CIE. Desi llora en la escalera, Bea la consuela. Los turistas siguen haciendo fotos.

-Tú eres Julia, ¿verdad? –me dice un agente más joven que yo, de sonrisa sincera-. Eres igualita.

Nos meten en dos coches. Chanquete va esposado, la camisa desgarrada en el forcejeo. Me siento entre Javi y Bea, cada uno vuelto hacia una ventanilla. No puedo evitar canturrear: “No, no, no nos moverán».

Cuento incluido en Compro oro. La versión ampliada, con los 19 relatos de Isaac Rosa publicados en La Marea, puede adquirirse aquí (versión digital, 5,95 euros).

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