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Pena de muerte y democracia

El camino a la democratización es la mejor herramienta para transformar un sistema punitivo vengativo por otro garantista y correcionalista

Óscar Bascuñán // El pasado 29 de abril, Clayton Lockett sufrió 43 minutos de agonía antes de que la fallida mezcla química contenida en la inyección letal acabase con su vida. Cada vez que nos llegan noticias del otro lado del Atlántico sobre errores judiciales o procedimientos fallidos que han aumentado innecesariamente el sufrimiento del condenado a muerte, se reaviva el mismo interrogante entre la opinión pública europea: ¿por qué se sigue ejecutando en Estados Unidos?

El impacto en los medios y la sensibilidad que generan tales hechos en nuestro continente, no suele ser equiparable al que provocan las ejecuciones en China, Irán, Irak o Arabia Saudí, los países que más matan legalmente y también, la verdad sea dicha, los de mayor opacidad informativa. El carácter autoritario de estos regímenes y la ausencia de una sólida cultura política ciudadana y democrática que promueva movimientos y campañas de concienciación y presión, nos ofrece una respuesta a la fortaleza de la pena capital en estos países. El camino a la democratización se presenta, para este argumento, como la mejor herramienta para transformar un sistema punitivo vengativo por otro garantista y correccionalista, propio de lo que hoy entendemos por una sociedad civilizada, respetuosa con los derechos humanos.

Este relato se ajusta bien al devenir de los países europeos, y muy especialmente a España, que consolidaron sus instituciones democráticas o pretendieron marcar distancias con pasados traumáticos y excluyentes de la mano del abolicionismo. Pero a todas luces resulta insuficiente para explicar por qué Estados Unidos se resiste a la abolición de la pena capital. ¿Acaso no se trata de un modelo de sociedad democrática y evolucionada, todavía referente para Europa en tantos aspectos políticos, culturales y científicos? La indignación y repulsa por cada ejecución no debería llevarnos a censurar precipitadamente todo el aparato político y judicial norteamericano, sino a encontrar una explicación a lo que puede ser considerado a ojos de muchos europeos una anomalía y arcaísmo.

Esto es lo que propone David Garland en su último libro, llamado Una institución particular (Didot, 2013). El autor rechaza de lleno la creencia convencional de que por su historia y su cultura los estadounidenses son en general justicieros y racistas, o lo son más que los europeos, y nos recuerda que varios estados estadounidenses abolieron la pena capital mucho antes que las naciones europeas. Entonces ¿cómo es posible que en un mismo país coexistan el estado de Míchigan, líder del abolicionismo mundial desde 1846, y los más letales de Texas y Oklahoma? Esta disparidad no es sino el reflejo de la particular organización federal estadounidense. Mientras que en la década de los años 60 y 70 muchos de los parlamentos democráticos de los países europeos abolieron la pena capital en todo el territorio nacional, no sin la oposición o recelo de ciertos sectores de población, los intentos de algunos jueces reformistas de la Corte Suprema norteamericana por declararla inconstitucional acabaron frustrados por su colisión con las legislaciones estatales.

La política federal estadounidense delega la toma de decisiones sobre el castigo en la esfera local, otorgando así poder a actores políticos y mayorías locales. Fiscales de condado, jueces y gobernadores estatales, todos con responsabilidad de procesar, resolver o aplicar la pena capital, no son funcionarios independientes y estables como en las democracias europeas, sino en su mayoría cargos electos sujetos a incentivos y presiones que emanan de una comunidad política local proclive a sentir empatía por la familia de la víctima. La opinión de los electores condiciona las decisiones de la justicia penal, algo que se deja notar los años electorales en el mayor número de ejecuciones. Además, no son estos funcionarios electos los responsables de tomar la más importante de todas las decisiones, la de imponer la pena de muerte, que corresponde a un jurado elegido entre doce miembros de la comunidad.

De este modo, la justicia penal queda demasiado expuesta al control de la comunidad política más cercana, la orientación ideológica y capacidad de liderazgo de las élites locales, la estructura política y las relaciones sociales en cada estado, la gravedad de los conflictos culturales o raciales y otros episodios contingentes, como los fluctuantes índices anuales de violencia o el tratamiento mediático de los crímenes más escalofriantes. Un conjunto de factores y variables que explican mejor la persistencia y mayor aplicación de la pena capital en unos estados y la abolición o el uso mínimo de este castigo en otros. Los movimientos abolicionistas pueden ir poco a poco ganando terreno en los primeros a costa de escándalos como el recientemente sufrido por Clayton Lockett, pero una próxima matanza o asesinato en serie con tintes raciales podría echar por tierra todo lo avanzado.

La pena de muerte en Estados Unidos, por tanto, no es consecuencia de un déficit democrático, sino de una determinada concepción de la democracia que otorga a la política local el poder de matar. Esta constatación debería alertarnos sobre las fragilidades del sistema penal y sobre la supuesta distancia moral que separa nuestra cultura punitiva de la de los norteamericanos cuando nos enfrentamos a crímenes horrendos. El endurecimiento de las penas en los últimos años en España, sin ir más lejos, ha gozado de un importante apoyo entre la opinión pública, atenazada por miedos de origen diverso y el sensacionalismo de ciertos medios, algo que saben utilizar muy bien los ministros de justicia. La hipertrofia y saturación de las cárceles y otros centros de internamiento especiales en las últimas décadas, tampoco puede ser entendido como un signo de progreso humano por más que la pena capital esté desterrada de nuestro marco jurídico. La piel de la civilización es muy fina y las formas de quebrarla se pueden presentar de muy diversas maneras.

Óscar Bascuñán es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid.

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