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La excelencia no se encuentra en Israel
La Universidad con la que quiere ‘cooperar’ la Carlos III tiene su campus principal en territorio ocupado
Este artículo está incluido en el número 14 de La Marea, que puedes comprar aquí
Abundan las universidades españolas a la caza de la excelencia. O mejor dicho, de una peculiar forma de entender ésta, que la equipara con la privatización de sus servicios, la elitización de sus estudiantes, la precariedad laboral de buena parte de sus docentes o la exclusiva atención a las necesidades del mercado a la hora de diseñar estudios y prioridades investigadoras. Además, en ese plan de excelencia cobra un papel relevante la internacionalización a cualquier precio, aunque esto suponga ignorar el respeto a los derechos fundamentales que debería presidir su actuación.
Viene a cuento esta última afirmación al hilo del reciente interés que ciertas universidades han mostrado por la cooperación con Israel. Si ya hace algunos meses la Universidad de Vic anunció acuerdos con instituciones israelíes (Universidad de Haifa y Rambam Health Care campus), ahora es la Universidad Carlos III de Madrid la que quiere firmar un acuerdo con la Universidad Hebrea de Jerusalén. Estos impulsos no son hechos aislados, sino que parecen responder a una estrategia general de colaboración diseñada desde ese lobby israelí que es el Centro Sefarad-Israel (institución pública española financiada por el Gobierno, la Comunidad de Madrid y el Ayuntamiento de esta ciudad) y en cuyo marco algunos rectores parecen estar felices.
Recordemos que –según ha declarado Naciones Unidas en innumerables ocasiones– Israel ocupa ilegalmente el territorio palestino, construye en él asentamientos y colonias que vulneran el Derecho internacional, rechaza el derecho al retorno de los refugiados y viola sistemáticamente los derechos humanos de la población palestina. No son pocos los resultados de sus acciones militares que bien merecen la calificación de crimen de guerra o contra la humanidad. Además, es un Estado que utiliza la definición de judío para discriminar a los árabes que viven dentro de su territorio, los “palestinos del 48”, quienes sufren los efectos de una auténtica política de discriminación racial.
En la historia reciente de la humanidad este contexto tiene un nombre: apartheid. Es en este contexto en el que las universidades israelíes desempeñan su labor docente e investigadora. Sin denunciarlo ni tan siquiera cuestionarlo. Según pone de manifiesto la campaña internacional Boicot, Desinversiones y Sanciones a Israel (http://boicotisrael.net), las instituciones académicas israelíes son una pieza más en la estructura creada por dicho Estado para consolidar la ocupación y lavar su imagen frente a la comunidad internacional.
Mientras que, por un lado, aparecen como abiertos y modernos centros de docencia e investigación, dotados de las mejores tecnologías; por otro, contribuyen, bien con su silencio cómplice, bien con su activa participación, a la consolidación de este régimen de apartheid impuesto por el Estado de Israel. En concreto, la Universidad Hebrea –con la que quiere “cooperar” la Carlos III– tiene su campus principal en el Monte Scopus, situado en Jerusalén Este, estando pues ubicada en territorio ocupado ilegalmente por Israel. Además, sus órganos de gobierno callan cuando se les requiere un pronunciamiento claro en contra de las violaciones de la legalidad internacional y los derechos humanos. No sólo eso. Por ejemplo, prohíbe la celebración de eventos críticos con la invasión o el bloqueo israelí a Gaza, restringiendo gravemente la libertad de expresión de sus promotores. En suma, si algo caracteriza a la universidad es su condición de foro libre de dogmatismos. Eso en la Hebrea no existe.
El boicot internacional fue un instrumento decisivo para la caída del régimen sudafricano. Las mismas razones que lo justificaron allí se constatan ahora en Israel. Y las universidades, al igual que el resto de instituciones culturales, no pueden permanecer al margen del boicot. Más bien al contrario. Además de centros de investigación, son –o deberían ser– lugares de formación de personas responsables, libres y comprometidas con la cultura de los derechos humanos. Ello hace que debieran ser especialmente activas en la denuncia de cualquier situación contraria a su espíritu. Mientras no sea así, mientras no denuncien la ocupación y la violación de los derechos humanos por parte de las autoridades israelíes, serán merecedoras del más absoluto rechazo por parte de la comunidad académica internacional.
Puestos a buscar la excelencia, bien podrían las universidades españolas fijarse como prioridad el cumplimiento de los derechos humanos y, en consecuencia, no colaborar con instituciones que los vulneran. Porque la colaboración es una forma de complicidad.