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Los Mácbez reviven en la política sin escrúpulos

Según se desarrolla la función, el espectador va intuyendo que el desenlace tampoco se va a corresponder con ese asomo de luz que en la tragedia representa Malcolm como rey salvador

MADRID // A falta de un Valle-Inclán que lo rediviva -por lo mucho que tiene de esperpento-, hay una urgente necesidad de que el teatro acoja y exhiba, con toda su poderosa capacidad de evidencia y denuncia, esa realidad sociopolítica donde la ambición y la traición a ideas y principios éticos comportan un horizonte mediático marcado por la corrupción y la impunidad, del que venimos teniendo noticia hasta el hartazgo día tras día desde hace ya demasiados años.

Por eso, al sentarnos en la butaca del María Guerrero y asomarnos a una de las más glorificadas tragedias de Shakespeare, agradecemos la versión del avezado Juan Cavestany cambiándonos Escocia por Galicia, al rey Duncan por un tal Duarte, presidente de la Xunta de Galicia, y a la ciudadela de Mácbez por el correspondiente pazo, y al castillo de Dunsinane por el palacio de Raxoi. Esa ubicación geográfica responde no sólo a razones de equivalencia ambiental entre uno y otro país, sino a la certidumbre de que llevando al Macbeth a nuestro noroeste, esta versión teatral recobra una vigencia y acercamiento a nuestros días que la hacen tan explícita como singular.

Puede que ese trasvase de escenario y protagonistas (no de personajes) conturbe a los puristas, pero a lo largo de la función apenas vamos a reparar en si tal traslación desvirtúa o no la esencia de la obra. El discurrir de la acción alterna la libertad del libreto, ceñido al conflicto de su nuevo escenario temporal, político y geográfico, con la literalidad más estricta debida a la voz del autor, a la que se incorporan algunos parlamentos en gallego que no son ajenos a los escritos en el original en escocés. Este respeto fragmentario al texto es fundamental para que a Andrés Lima, el director, no se le escape el espectáculo hacia el panfleto y toda la vigorosa y violenta tensión de la tragedia de Shakespeare salga indemne. Nada sería así, desde luego, si su labor y la de todos los actores no estuvieran a la gran altura que un Macbeth a fondo siempre requiere.

Me parece un acierto haber repartido de modo complementario, con el plural del título, la ambición desbocada que afecta hasta el asesinato y consume hasta el delirio a Los Mácbez. Lima ha querido dotar a la muy cruel pareja, unida y sostenida por su afán de poder y dominio, de una cotidianidad a pie de calle, apeando a los personajes de su altura o distancia jerárquica originales y situándolos al nivel del espectador para hacer así más próximas y más verosímiles también las intensas pulsiones de su perversidad criminal.

Todo la acción discurre en medio de una ambientación que combina el mundo tenebroso de superstición y aquelarre de las proféticas meigas, convertidas en noctámbulas prostitutas enmascaradas que deslizan su desnudez serpenteante gracias a una excelente coreografía de Antonio Ruiz, con la mezquindad vulgar de una politiquería corrupta y primaria, con todo su bagaje ramplón y cicatero de hipocresía, servilismo, envidias y falta de escrúpulos.

Según se desarrolla la función, el espectador va intuyendo que el desenlace tampoco se va a corresponder con ese asomo de luz que en la tragedia representa Malcolm como rey salvador. Lima no da tregua a su visión pesimista y a pesar del mitin gritón que pronuncian la nueva presidenta de la Xunta, cuyo efecto sonoro daña los oídos por su tediosa palabrería y hueca proclamación de promesas, la sangre de los crímenes sigue estampada en todas las manos de los personajes, interpretados de modo notable por Chema Adeva, Jesús Barranco, Laura Galán, Rebeca Montero y Rulo Pardo, con un trabajo sobresaliente de Carmen Machi y Javier Gutiérrez en los papeles centrales. Además de la coreografía, ya reseñada, me pareció destacable la música y espacio sonoro de Nick Powell, así como las máscaras bosquianas de Célia Kretschmar.

“Cuanto más anestesia, más latido tendrá el teatro”, dijo hace unos días el actor y dramaturgo Juan Diego Botto, cuya exitosa obra Un trozo invisible de este mundo vuelve ahora a los escenarios de Madrid. Los Mácbez de Andrés Lima y Cavestany hacen sonar con fuerza ese latido allí donde posiblemente más nos duele a los ciudadanos: en la gestión política, de la que depende nada menos que la regulación de nuestra vida colectiva.

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