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Los cauces de lo posible

Manel Fontdevila plantea entreverada en su cómic 'No os indignéis tanto' una relectura del humor satírico español

En su estudio de Manresa, Manel Fontdevila despereza el ordenador y en dos golpes de ratón abre el enlace a la hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional que guarda en favoritos. “Me gusta mucho mirar publicaciones antiguas”, dice. Repasa en la pantalla esos ejemplares de hace un siglo y los puntúa sacando de su estantería una caja con revistas en facsímil y otra con tebeos genuinos, que se doblan y se deshacen pero siguen testificando. Señala portadas de Peñarroya, ilustraciones de Chumy Chúmez. Hojea un viejo recopilatorio de chistes de Feliú Elías “Apa”, el fundador de Papitu; un libro de papel satinado que remata cada pie de imagen en tres idiomas y deja el reverso en blanco por si el chiste termina enmarcado, lejos del recibidor de las visitas. “Esta es gente con intención”, señala, resaltando por accidente que lo habitual es llamarlo mala intención.

Manel acaba de publicar No os indignéis tanto, su primer tebeo largo en años. Una obra confeccionada en un día a día marcado por el tictac de las entregas regulares. La actualidad de los chistes de prensa y la dosis semanal de páginas para El Jueves. En el volumen empieza hablando del movimiento 15M, o mejor, de su evolución personal observando el fenómeno desde el espectador escéptico al analista que oye asombrado las opiniones en las tribunas. En el tebeo, las emisiones informativas y las mesas redondas con columnistas de renombre y micrófono entre el público tejen progresivamente un perfil donde el autor identifica cuestiones de su profesión. La postura oficial que “entendía las protestas” pero “condenaba las formas”, las voces que denunciaban las expresiones ciudadanas porque “no se canalizaban por los cauces oficiales”, forman una imagen en espejo, idéntica mano con mano, de la que somete a los humoristas que pretenden tener “intención”.

El humor español tiene un patrón oro de la corrección: La Codorniz. Una cabecera que se airea como argumento para llamar al redil a los humoristas. “Hay revistas de humor que hacen política, que están hechas desde la incomodidad, y hay otras hechas desde un sitio donde vives muy confortablemente”, señala Manel. La línea placentera tiene dos líneas para el humor cortés: bien practicar la abstracción del humor absurdo, o bien “ser adulador desde la imparcialidad”, que en la península se declama con la frase “yo no meto en política”.

Usar La Codorniz como arma arrojadiza ha deformado la perspectiva con la que se mira la historia de las publicaciones satíricas. La historia de las revistas satíricas arranca con La Risa (1843-1844), pero lo habitual es comenzar con Madrid Cómico (1880-1912) que estuvo treinta años en cartel y que tuvo como directores a figuras como Azorín o Jacinto Benavente. En el cambio de siglo afloraron cabeceras como La Saeta (1890-1910), Piripitipi (1903-1904) o Vida Galante (1898-1905). Aumentó la implicación con Cu-Cut (1902-1912), que pagó un chiste antimilitarista con oficiales de la guarnición de Barcelona asaltando la redacción y quemándoles los muebles. En el aniversario de ese asalto apareció Papitu (1908-1937), que publicó famosos extras monográficos dedicados a los médicos, a los curas y a las prostitutas. Mientras, la que luego se conocería como “la otra generación del 27” llegaba al papel a través de Buen Humor (1921-1931), el primer semanario que mostró la influencia de Ramón Gómez de la Serna, con Jardiel Poncela, Edgar Neville, Tono y Mihura. La línea se extendió en Gutiérrez, especializado en el absurdo, pero al que no le faltaron dientes para criticar la dictadura de Primo de Rivera. La guerra civil convirtió Gutiérrez en La Ametralladora (1937-1939), y el fin de la guerra La Ametralladora en La Codorniz, que tuvo una primera época hasta 1944 bajo la batuta de Mihura, y luego una segunda donde hizo el humor que se le dejaba y que se extendió hasta el final de la dictadura. El retrato de la realidad fue mucho más fiel en los tebeos de Bruguera de los años 50 de un realismo mordiente y mondante hasta que los sometió la ley de prensa de Fraga de 1966, con el brillo desbordante de Tío Vivo (1957), la cabecera donde los Cinco Magníficos (Cifré, Conti, Giner, Peñarroya y Escobar) se intentaron desmarcar de la editorial. La línea Bruguera abriría las vías para la llegada de Pepe Cola (1959-1960), Can Can (1963-1966), el reformado DDT (1964-1977), y finalmente Matarratos (1965-1977), que sería prólogo de la tromba que marcó los quioscos de la transición: El Papus (1973-1987), que recibiría una bomba en la redacción, Por Favor (1974-1978), Hermano Lobo (1972-1976) y la aún superviviente El Jueves (1977), de la que Fontdevila fue director a principios de este siglo XXI.

En las páginas de su tebeo-ensayo, la sombra de La Codorniz es alargada. Tanto, que se proyecta en todas direcciones: hacia atrás eclipsando Buen Humor y Cu-Cut, hacia adelante ocultando El Papus y Tío Vivo. “Esa gente que insiste en los buenos tiempos de La Codorniz estoy convencido de que no la han leído”, dice Manel, desenterrando ejemplares. Esas voces no destacan autores sino que usan la cabecera en bloque, como un órdago. Hoy los humoristas que tocan llaga sufren de inmediato la admonición moralizante de la falsa neutralidad, que les reniega invocando para sí las “buenas maneras” , la “buena educación” y el supuesto “humor inteligente”. Todas ellas, solo impedimentos y nunca herramientas. Fontdevila lo impugna desde su atril de lápiz y plumilla. Rebate con hemeroteca esa falsa edad de oro que solo practica muescas para marcar las cartas. E invita a una relectura -o mejor dicho, una lectura por fin- de las revistas satíricas españolas, para reclamar el linaje con Apa, Perich, Chumy, Cesc e Ivá.

Manel repasa a golpes de click las peleas de papel viejo, donde el humor no ha sido correcto ni integrador ni reflexivo ni literario ni inclusivo ni comedido, ni ha sido “de buen gusto”, porque precisamente la labor del humorista y de la prensa satírica ha sido extender los límites, ampliar el espacio, reconvenir lo permitido. Eso es lo que se acumula en sus cajas y en sus estanterías, es lo que recorre cuando regresa a la Biblioteca Nacional a través de su enlace en favoritos. Airea viejas páginas porque riman con las nuevas conversaciones. Decía Deleuze en su Abécédaire que el humor y la ironía crean distancia con respecto a las normas y a las leyes incluso cuando las reproducen; que por eso los movimientos sociales tienen aspecto de fiesta y “el ciudadano de bien” los reprende intentando maquillar con contradicciones su derecho a decidir cuáles son los problemas. Esa es la larga sombra de La Codorniz, que es la larga sombra de “los cauces inamovibles de la convivencia”. Frente a cada persona que ha reclamado el buen gusto ha habido un humorista pisando un poco más allá. La libertad se ejerce antes de que sea socialmente aceptable: se hace aceptable ejerciéndola. Así se amplían los cauces de lo posible.

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