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La ‘vieja del visillo’ de un pueblo llamado Internet

¿Dónde buscar ahora la libertad? ¿Dónde queda esa gran ciudad a la que huir y perderse? ¿Dónde hallar el anonimato que permitía la subversión y la transgresión?

Es un lugar común eso de que en los pueblos y en las ciudades pequeñas se conoce todo el mundo. Esa familiaridad vecinal, ese poder hacerle la ficha a cada persona, era una excelente forma de control social. Esa forma de control social se ha extendido ahora cualquier rincón del planeta gracias (o por culpa) de la tecnología.  Hemos perdido el derecho a tener algo que esconder. La conexión creciente a Internet ha eliminado las distancias y todo se ha convertido en local. El concepto de aldea global está más vigente que nunca y la vieja del visillo acecha en cada click.

En el pasado, en los lugares pequeños, cualquier vecino que llevara una vida algo excéntrica, o que se saltara ciertas normas morales, era rápidamente señalado e inhabilitado socialmente en ese pueblo y en las localidades circundantes. A la vigilancia que ejercían las llamadas fuerzas vivas (el alcalde, el cura, el farmacéutico, el veterinario, el médico…) se unía la propia vigilancia de los lugareños. El rumor, la calumnia y los secretos desembocaban a veces en rencillas que perduraban generaciones y que podían llegar a resolverse en huidas, destierros, suicidios o ajustes de cuentas violentos. El miedo al qué dirán siempre ha actuado como un motor de coacción, destrozando vidas y provocado la inhibición de pulsiones artísticas, amorosas, sexuales, políticas… Sobre los escándalos rurales se han edificado obras literarias sin fin: La casa de Bernarda Alba de Lorca, La Regenta de Clarín o La buena letra de Chirbes, son sólo tres de ellas.

Escapar a la gran ciudad era sinónimo de mayor libertad, de anonimato. En la gran ciudad la excentricidad estaba más tolerada incluso en las épocas de mayor represión. El mero hecho aritmético de que en una gran ciudad viviera mucha gente servía de disolvente de la vigilancia: mayor libertad de movimientos y mayor posibilidad de conocer a personas afines. Desde la obra de Orwell 1984 se ha hablado mucho de hipervigilancia, pero siempre se ha hecho identificando al Gran Hermano con un poder centralizado. Las cámaras de control policial en las calles y espacios públicos, la censura oficial, el adoctrinamiento en la escuela o en el confesionario… Esa dialéctica entre un ente poderoso que espía y una sociedad que es espiada volvió a resucitar con el escándalo destapado por Snowden y la función de la NSA estadounidense, pero no es eso lo que nos ocupa aquí. Aquí queremos hablar de otra hipervigilancia, aquélla que se ejerce entre iguales, un control social acéfalo practicado por millones de ‘pequeños hermanos’, impuesto por la inercia de las posibilidades tecnológicas.

Nosotros fuimos niños que salían de casa y quedaban ilocalizables durante horas. Vivíamos una experiencia de libertad ya extinta. También aprendimos qué significaba la confianza que nuestros padres depositaban en nosotros mismos. En esos espacios de libertad el niño, el adolescente, el joven, podía experimentar (mediante vivencias que sólo quedaban registradas en la memoria) qué significan palabras como responsabilidad o moralidad. Si se hacía el bien, no era por el ‘qué dirán’, ni por la amenaza de sanción. Al concepto de hipervigilancia tecnológica le acompaña una excusa, una justificación hipócrita: la ‘hiperprotección’. Si estamos en todo momento bajo la mirada vigilante de terceros es por ‘nuestro bien’.

Hay quien dice que en las sociedades protestantes está mal visto tener cortinas en casa, porque desde el exterior se debe poder ver qué sucede dentro, constatar que en ese hogar no hay nada que esconder. La exhibición de la intimidad es la pauta creciente en Internet. Las redes sociales están reproduciendo en cierta manera esa tiranía de la hipervigilancia rural. El miedo al qué dirán campa a sus anchas por la Red. La calumnia, el rumor, o el mero hecho de meterse donde a uno no le llaman son moneda común. También la censura y la autocensura. La penalización por saltarse las normas en ese pueblo llamado Internet es evidente: perder la reputación y, además, no poder hacer prácticamente nada por borrar el rastro de la calumnia o de la reprobación social.

Y no hablamos ni siquiera de que hoy se pueda reconstruir los movimientos de casi cualquier ciudadano siguiendo el rastro de su paso por lugares con cámaras de seguridad, o del uso de su tarjeta de crédito y del teléfono móvil. Es que es el propio ciudadano el que se encarga de publicitar su intimidad en las redes sociales. La intimidad de cada cual se ha convertido en el contenido con el que se inunda Internet (y con el que se hace millonaria a una casta de potentados). Al igual que en la RDA operaba la Stasi y, en general, en toda dictadura opera una red de policía secreta y de informadores civiles, en la era de Internet todos nos hemos convertido en informadores de lo propio y de lo ajeno. En cualquier espacio público hay una persona dispuesta a destrozar la vida de otra con un simple click en un teléfono móvil. El gendarme interior del que hablaba Kant, esa conciencia que siempre está lista para coartarnos, se vuelca ahora hacia el exterior, convirtiéndonos a todos, a la vez, en controladores y controlados.

El anzuelo tecnológico ha traído infinidad de ventajas, pero el peaje que estamos pagando es la pérdida de la libertad que ofrece el anonimato, el pasar inadvertidos. Ya no hay gran ciudad a la que escapar del qué dirán, ni del ojo reprobador y prejuicioso de la vieja del visillo (lo que en la jerga de Internet se conoce como stalker). Tampoco se puede borrar el pasado, iniciar una nueva vida.

No hablo de grandes conspiraciones orquestadas por una camarilla poderosa. No hace falta que las herramientas de hipervigilancia sean utilizadas por un Estado totalitario o una corporación empresarial. Es obvio que si el poder quiere hoy en día anular socialmente a cualquier persona incómoda podría hacerlo en cuestión de segundos y, quizá, ya hayamos asistido a algún juicio sumarísimo y a la consiguiente condena a muerte virtual sin ser conscientes de ello. Pero no hablo de eso, sino del peligro creciente de convertirnos en turba violenta, digital pero violenta, llevando a la hoguera a quien no se adapte a nuestros prejuicios.

No deberíamos dejar que Internet se convierta en la herramienta para resucitar el peligroso puritanismo rural. ¿Dónde buscar ahora la libertad? ¿Dónde queda esa gran ciudad a la que huir y perderse? ¿Dónde hallar el anonimato que permitía la subversión y la transgresión? Por mera salud mental e higiene social, todos deberíamos gozar, siempre, del derecho a tener algo que ocultar.

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