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El futuro del calor humano

"La tecnología no sólo permite que el usuario diseñe su identidad digital, además posibilita que en todo momento mantengamos la distancia y nos ahorremos el desafío del encuentro directo tradicional"

“Uno de los grandes interrogantes del futuro inmediato es cómo se articularán las relaciones personales cara a cara, cómo será nuestra convivencia física”. El filósofo Zygmunt Bauman dejó en el aire esta reflexión al finalizar una conferencia la semana pasada en Madrid. Bauman, que es octogenario, contó la anécdota de un conocido suyo, mucho más joven, quien le comentó que había hecho en un día 500 amigos en Facebook. El filósofo respondió: “en los 88 años que tengo no he conseguido hacer lo mismo”. La reflexión de Bauman da lugar a muchas preguntas. La más radical es ésta: ¿seguiremos tocando en el futuro a otros seres humanos?

El contacto entre personas (y entre esas personas y la realidad) siempre ha estado mediatizado por construcciones conceptuales y por las características sensitivas humanas. Siguiendo la estela de George Berkeley, es imposible percibir sin que el intelecto condicione esa percepción. En este sentido eso que llamamos ‘realidad’, siempre es virtual. Pero a la inevitable intermediación intelectual y cultural en todo contacto humano ahora se añade una intermediación tecnológica.

Puede parecer una hipótesis descabellada, pero creo que si el desarrollo de Internet y de las relaciones personales mediatizadas por un artefacto (ordenador, móvil, tableta, etcétera) están ganando tanto arraigo en las sociedades postindustriales no se debe sólo a su idoneidad para facilitar el consumo, la ubicuidad, la comunicación y perpetuar el estado de disponibilidad laboral permanente. El éxito de esta tecnología radica también en que se apoya en un rasgo psicológico colectivo hasta ahora puramente adolescente y que cada vez se extiende por más franjas de edad. Hablamos de un egocentrismo pudoroso, una especie de ‘edad del pavo’ eterna en la que los individuos, cohibidos, vergonzosos y solipsistas recurren a la tecnología como manto protector.

La interfaz tecnológica no sólo sirve para mostrarse en público e interactuar con otros individuos; también sirve para esconder aquello que no queremos que se vea. Tiene la doble capacidad del exhibicionismo y del secretismo simultáneos. El falseamiento de la realidad que herramientas como el programa de retoque fotográfico Photoshop ha generalizado en el mundo virtual se ha trasladado al mundo de los individuos físicos, cada vez menos capaces de asumir sus propias imperfecciones (y también las ajenas). La tecnología no sólo permite que el usuario diseñe su identidad digital, además posibilita que en todo momento mantengamos la distancia y nos ahorremos el desafío (para algunos violento) del encuentro directo tradicional, mediado únicamente por construcciones sociales e intelectuales.

La tecnología se apoya cada vez más en ese rasgo de carácter adolescente antes citado: un hiperindividualismo que fomenta cierto tipo de misantropía. Pensemos en ese sujeto al que le da vergüenza, pereza –o directamente miedo– preguntar una simple dirección en la calle, o que no está dispuesto a visitar una residencia de ancianos o entrar en un velatorio. Muchas veces son los propios padres los que le evitan al niño o al adolescente estos ‘encontronazos con la realidad’ para ahorrarle un supuesto ‘trauma’. La tecnología ya permite orientarse sin preguntar a nadie, o dar el pésame en la distancia, o mostrar interés y cercanía sin tener que recurrir al llamado ‘calor humano’ que, en realidad, no es otra cosa que calor animal. La interfaz tecnológica posibilita salvar y gestionar estos y muchos otros retos interpersonales.

A esto hay que añadir la baja natalidad de las sociedades posindustriales. La proliferación del fenómeno del ‘hijo único’ –que no convive con hermanos y que a penas tiene tíos y primos– ha causado que el ‘entrenamiento’ en habilidades sociales (con su ingrediente de gestión y negociación de las emociones y de la empatía) sea cada vez es más precario. Quizá el personaje televisivo de Sheldon Cooper en Big Bang Theory deje muy pronto de ser una caricatura.

Ni siquiera las relaciones íntimas escapan a la intromisión tecnológica. Tanto los procesos de cortejo y mantenimiento de una relación amorosa como los intercambios sexuales están cada vez en mayor grado mediatizados por una interfaz tecnológica. Hay quien dirá que nunca habrá un sustitutivo tecnológico que sea capaz de reproducir las sensaciones y significados de una relación sexual ‘directa’. El mismo debate surgió respecto a la fotografía digital y la analógica, o respecto a los discos de vinilo, el CD y el MP3. La clave no hay que buscarla en las generaciones presentes, formadas por individuos híbridos capaces de apreciar las ventajas e inconvenientes de ambos mundos (analógico y digital), sino en los individuos de generaciones futuras, cuya socialización será cada vez en mayor medida digital y para los que las destrezas sociales y las recompensas sensoriales del ‘mundo real’ serán algo residual y que no necesariamente les compense cultivar.

No sabemos qué tipo de dispositivos de simulación y recreación sensorial habrá en unos años, ni cuál será su grado de integración con el sistema nervioso humano, pero no es en absoluto descartable que las relaciones sexuales directas pasen a ser consideradas como algo de segunda: igual que la calidad de imagen de una cinta VHS respecto a una imagen digital en ultra alta definición. Pero es que incluso la relación del individuo con su propio cuerpo se ve crecientemente mediatizada por la tecnología. Baste pensar en la proliferación de artefactos dirigidos a la gestión del descanso, del rendimiento físico, del aseo personal o de la autosatisfacción sexual. Esos aparatos, además, recogen y distribuyen información, es decir, rompen la barrera de la intimidad si el usuario lo desea (por ejemplo cuando los aficionados a correr comparten ‘online’ sus marcas personales o en el caso de la telemedicina).

La tecnología, además, facilita la superación otro reto social incómodo: el de concluir una relación personal. Podemos llamarlo ‘ciberdestierro’ o, incluso, ‘ciberhomicidio’. Basta borrar, suprimir, desactivar a un usuario para aniquilarlo del espacio virtual en el que pasamos más y más horas. Según la última edición del estudio La sociedad de la información en España, seis millones de españoles están conectados a Internet las 24 horas del día, por supuesto no pasan todas las horas ante una pantalla (lo que en argot se denomina ‘tiempo de permanencia’) pero sin duda los minutos que efectivamente están atendiendo al ‘mundo real’, sea éste lo que sea, cada vez son menos.

Antes hemos dicho que lo que comúnmente llamamos ‘calor humano’ es, en realidad, calor animal. El cuerpo humano conlleva una animalidad que a muchos, a lo largo de la historia, ha asustado o irritado. Por algo la popular afirmación de que ‘el hombre viene del mono’ desató en su día las iras entre ciertos sectores. Ese temor a nuestra animalidad (una animalidad que nos recuerda que no somos especiales y que, además, somos finitos) está lejos de haberse extinguido. Nuestro cuerpo tiene características físicas animales (olor, sabor, sudor, excrementos, supuraciones, pelo, granos, envejecimiento, etcétera) que cada vez se consideran más intolerables porque son recordatorios de nuestra fragilidad. Hasta ahora el ser humano recurría a un manto protector intelectual (ya sea religioso, moral, social, filosófico o científico) bien para reprimir y esconder esa animalidad, o bien para sublimarla y convertirla en algo tolerable. Ahora a ese manto le hemos añadido otro: el velo tecnológico.

Es imposible anticipar el alcance de las consecuencias de este cambio en las relaciones sociales y en los valores que articulan los grupos humanos. Quizá el contacto directo tradicional (el que sólo está mediado por el intelecto) se convierta en un artículo de lujo o en ‘cosa de pobres’ o, simplemente, en un mero anacronismo. Seguramente el ocaso del contacto directo será visto por muchos como una deshumanización de la sociedad, pero quizá lo intrínsecamente humano –lo más frío, cerebral y racional– sea cumplir ese antiquísimo sueño de variadas religiones y doctrinas morales que era liberarse de ‘la cárcel del cuerpo’ (visto como fuente de pecado y sufrimiento) aunque eso conlleve abandonar la manera en que hasta ahora hemos estado en este mundo con los otros.

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Comentarios
  1. Muy interesante.
    Tengo la sensación que nos vamos acomodando a tenerlo todo a un click y perdemos la oportunidad del tacto. Una lástima,no?

  2. Yo veo las mismas ganas de siempre por tocarse, hablarse y estar juntos. Lo que veo es que la tecnología introduce un ruido innecesario en torno al asunto. Eso sí: el que tiene miedo a socializarse, encuentra un espacio nuevo de alivio en el pseudo-contacto tecnológico, mientras que antes era obligado a enfrentarse al miedo y/o aislarse.

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