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Se llamaba Claudio (Abbado), no maestro
"Revitalizado por la experiencia de una enfermedad que a punto estuvo de apagar su aliento, buscaba ese aliento en la enseñanza para que la vida siga en la música y la música nos siga dando vida", escribe el autor
Cuentan quienes asistieron a cualquiera de las dos representaciones de la ópera Fidelio en el Teatro Real de Madrid, hace algunos años, que al maestro Abbado lo despidió el público con sendas ovaciones de entre quince y veinte minutos. Sin duda el prestigioso director se las merecía. A su ya de por sí sobresaliente y dilatada carrera se le unía el hecho de haberse recuperado entonces de una grave enfermedad, cuyo riesgo hizo sonar a conmovedora despedida el impulso de su batuta con el Requiem de Verdi en la Pascua de Salzburgo hace seis años.
Todo parecía indicar, con el retorno de don Claudio Abbado a la vida y a la vocación que tan excepcionalmente profesaba y ejercia, que esa reincorporación se había dado con el carácter revitalizador que comporta haber pasado por unas circunstancias personales tan adversas y cuando, como en el caso del reconocido director, se tenían tan afincados la idea y el sentimiento de la música como materia trascendental de cultura en la formación humana.
Contaba Abbado, en la interesante entrevista que firmaba Ruiz Matilla en esas fechas en el diario El País, que la lucha con la muerte le hizo ser consciente de que le convenía cambiar de vida. En lugar de reincidir en la intensiva ejecutoria de óperas y conciertos por los teatros del mundo -que desde entonces redujo al máximo-, optó el maestro por dedicar su valiosa aportación a dos proyectos formativos, la Joven Orquesta Mahler y la Joven Orquesta Mozart, con Madrid y Sevilla convertidas en las dos ciudades donde ambas harán residencias cada año, y que prolongaba así el compromiso de formación de nuevos músicos adquirido por don Claudio en Lucerna.
Tal compromiso le vino al renombrado director de su colaboración con don José Antonio Abreu, el músico venezolano que ha llenado su país de escuelas y orquestas de música con las que viene promoviendo la emancipación social y cultural de miles de niños y jóvenes, en su mayor parte procedentes de familias muy humildes. Abbado admiraba la extraordinaria tarea de Abreu: Aquello es un oasis, un paraíso. Es único. Tenemos mucho que aprender de ellos, nos han dado una lección para la educación musical.
El director italiano conoció a don José Antonio en Cuba, durante una de sus visitas profesionales a la isla. Ddecía Abbado que su trabajo en Cuba y Venezuela es una cuestión cultural, que no tiene que ver con nada más. También contaba don Claudio en la citada entrevista que cuando sustituyó a Karajan al frente de la Filarmónica de Berlín, entre 1989 y 2002, los músicos de la orquesta quedaron muy sorprendidos cuando les dijo: No me llamo maestro, me llamo Claudio.
Es lo propio de quien citaba a Cannetti para glosar la importancia de la escucha como clave del aprendizaje musical: He encontrado a alguien que me ha escuchado y me he emocionado. De quien, cuando trabajaba o estudiaba demasiado, se refugiaba entre sus flores para pensar en la música. De quien en los años sesenta iba con el pianista Maurizio Pollini dando conciertos por las fábricas y los barrios obreros. De quien, en suma, revitalizado por la experiencia de una enfermedad que a punto estuvo de apagar su aliento, buscaba ese aliento en la enseñanza para que la vida siga en la música y la música nos siga dando vida.
Claudio Abbado acaba de morir en Bolonia a los ochenta años de edad y toda su música sonará siempre entre quienes le admiramos con su nombre. No lo llamaron maestro, sino Claudio, y su sueldo de senador vitalicio lo entregó a una pequeña escuela de Fiésole que probablemente a partir de hoy lleve su nombre.