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Los juegos del hambre III: gastronomía política y canibalismo
Los chorizos, en el nivel popular, son los ladrones, además de un embutido barato. Son el polo negativo de la alta cocina, un ingrediente casi prohibido en las composiciones de vanguardia
El hambre había sido expulsada desde hacía décadas del horizonte de posibles nacional, encerrada en la cripta del pasado de la posguerra con el que la democracia española negaba tener ninguna relación, sólo un parentesco lejano. Y de pronto va y retorna. Más allá de las cámaras de televisión, de los platós de Master Chef, otras formas de comida se preparan. Hay gentes que organizan modos de cocina para rescatar los cuerpos que fotografió Samuel Aranda de la lógica de su supervivencia individual. El interés se dirige a lograr comer bien juntos, y en los últimos años han aparecido comedores sociales, bancos de comida y redes de alimentos autogestionados que son parte del tejido biopolítico popular que crea las condiciones de supervivencia justo allí donde la crisis erosiona las vidas. En las acampadas de mayo de 2011 fue posible documentar los modos de actuar de esas cocinas del porvenir, por ejemplo, a través de un conocido cartel del 15-M que simplemente decía: «No traigáis más comida. No cabe más en el almacén». Sabido es que, en las asambleas de 2011, muchos restaurantes de la zona y ciudadanos anónimos emplazaron bocadillos, pizzas, calorías y proteínas. Este flujo solidario resurgía en los lemas, politizando la comida, al nivel de la gastronomía popular.
Fue exactamente en este contexto, cuando un lema ya existente se hizo masivo: «no hay pan para tanto chorizo». Los chorizos, en el nivel popular, son los ladrones, además de un embutido barato. Son el polo negativo de la alta cocina, un ingrediente casi prohibido en las composiciones de vanguardia porque convoca todas las zonas de realidad que la gastronomía creativa sublima y niega (la serie política pobreza, pueblo, matanza, sangre, grasa, tripa, cerdo). Deidad titular de un singular panteón nutritivo (mortadela, queso de lonchas y Nocilla), el chorizo es el otro del restaurante El Bulli. Con él acude la memoria biopolítica de los jóvenes españoles de clase media, sus meriendas de los años ochenta y la relación generacional con un mundo anterior a la burbuja, con otros dioses y con otras prioridades. «No hay pan para tanto chorizo»: en una misma ecuación poética se reúnen las causas de la crisis (la abundancia de los chorizos) y sus consecuencias (la escasez del pan), es decir, el hambre y las ganas de comer. Estos lemas se preguntan por las formas baratas de comer (los bocadillos) frente a la acumulación injusta de los bienes comunes, y los modos de alimentación insolidarios («Ellos comen canapés y yo no llego a fin de mes»).
En este territorio conceptual, entendemos que el capitalismo avanzado (y sus manifestaciones concretas en la crisis española) operan con una lógica de tipo fisiológico. En la última década, el escaso (pero existente) pensamiento crítico respecto de la burbuja inmobiliaria, apuntaba a la idea de que estábamos ya quemando, o ya comiéndonos el futuro. Entre ambas metáforas nos jugamos mucho: la idea de la hoguera nos acercaba a la de la vanidad, e invitaba a pensar en el carácter ilógico, excesivo del proceso, pero ponía su énfasis en la idea de un tiempo que se acaba, de un proceso en el que los bienes arden y se evaporan sin dejar rastro. La idea de nutrición subraya, sin embargo, que la clave se encuentra en las diferentes posiciones que existen en la cadena alimentaria. Los bienes digeridos no desaparecen materialmente… sino que van a parar a estómagos y hacen crecer unos organismos a costa de otros.
El pensamiento ecocrítico señalaba como culpables de esta acumulación por desposesión a unas élites transnacionales, y a sus redes de alianzas locales, que estarían devorando los recursos necesarios para la supervivencia colectiva, canibalizando de este modo por transferencia a la propia comunidad. ¿El que se come tu comida te estaría comiendo a ti? «La clase dirigente, digiere gente» decía el poeta Neorrabioso [fig. 2].
En la huelga general de noviembre 2012, mientras aumentaba el número de inmolaciones vinculadas a desahucios, las sedes de bancos y negociones lucían pintadas que querían confirmarlo: «aquí se come gente».
Después de mayo de 2011, los muros advertían de la presencia de caníbales sueltos en el territorio ciudadano, como un aviso de peligro. Sin embargo, las más eficaces de ellas, nos invitaban a pensar en la posibilidad de que ese caníbal habite en cualquier parte. En la posibilidad de que nos habite. Todos podemos comportarnos como caníbales en un momento dado, nos recuerda una pintada vista en agosto de 2011, en el umbral de la Casa del Libro de Madrid, que preguntaba: «¿Te comerías a tu hijx?». La mera necesidad de una respuesta, de expresar un no, acepta la legitimidad de una formulación que asume que, en ciertas condiciones, alguien, que puede ser el propio lector de la pintada, estaría dispuesto a comerse a su hijx. Las preguntas se derivan: ¿y quién es ese alguien que ya se come a su hijx?, ¿y bajo qué circunstancias?, ¿y cuáles son las formas de comerse a un hijx? ¿tienen ya lugar algunas?
En este juego de significados quien tiene boca puede comer. En mayo de 2011 se pudo ver en las plazas reproducciones del cuadro de Goya Saturno devorando a sus hijos, con la leyenda «Capitalismo Salvaje», como un emblema del dios único y total de la historia humana capitalista. ¿Pero qué harán los súbditos con sus bocas? ¿Comerse entre ellos? Eso es lo que el cine de terror ha investigado, desde una perspectiva siniestra. En 2011, se estrenaba una comedia española de serie B que homenajeaba al cine gore nacional de los años setenta: se trataba de Carne Cruda, donde dos agentes de una inmobiliaria deciden cambiar de hábitos gastronómicos por efecto de las nuevas necesidades de la crisis: había que convertirse en un depredador, comer o ser comido. La serie de películas REC descubre que el canibalismo habita en la esencia de la sociedad enriquecida, que, en el corazón de la prosperidad, existe ese virus, que detrás de cada boda de los años de la abundancia había un entramado de pasiones, resentimientos y odios (Rec. 3). En situación de lucha por la supervivencia, aquellos individuos que tanto se querían comienzan a devorarse compulsivamente, amigo contra amigo, mujer contra marido. En la nueva cinta de la serie, un barco a la deriva es la metáfora de la nación en crisis (Rec. 4). Pero en su interior, los supervivientes de nuevo se devoran. Fuera el océano y la tormenta. No hay salida.
Resulta interesante que en esas fantasías zombies se nos hurte el cuerpo del soberano. No hay imaginación del poder en ellas. El poder está demasiado lejos, está difuso en la masa de zombies teledirigidos, que operan como una multitud en red, una vez que han sido mordidos e infectados. Sin embargo, la utilización del imaginario zombie en las propuestas caníbales de la crisis nos habla más bien de la posibilidad de que los súbditos, al abrir la boca, traten de comerse al soberano y no tanto se dediquen a la guerra civil. Víctimas de los recortes, con imágenes de grandes tijeras clavadas en la cabeza, estos zombies avanzan, sí, pero al avanzar forman una especie de marea caníbal que busca alimentos lo suficientemente grandes como para nutrirnos todos. La idea de que la desigualdad en el tamaño de las bocas requiere de una organización inteligente estaba muy presente en los primeros flyers de los movimientos sociales, en una imagen icónica, con vida anterior a las protestas españolas donde un banco de peces amenaza a un pez grande.
Jugando con la idea de la riqueza y del sabor, otra pintada trataba de imaginar un camino semejante: «los ricos están ricos: cómetelos».
En el segundo aniversario del 15-M, un chorizo gigante (construido con una estructura de módulos como la de un dragón del Año Nuevo Chino) evolucionaba por la Puerta del Sol bajo la sombra inquietante de una guillotina de tamaño natural. La guillotina pendiente tenía otra ventaja poética, la posibilidad de gestionar conceptualmente el exceso de chorizos del que los movimientos indignados tanto hablan. El cuerpo de Don Chorizo era repartido entre los asistentes: una guillotina emplazada con funcionamiento real se utilizaba para repartir las lonchas de un rollo gigantesco de embutido que se cortaba para hacer bocadillos en medio de las protestas. De pronto, se hacía el milagro eucarístico de que hubiese pan con chorizo para todos. El soberano se había convertido mítica y poéticamente en un cerdo: un animal que en la cultura española puede ser sacrificado sin culpabilidad ninguna. La lógica de la guillotina quiere reproducir además el vocabulario de la inclusividad: dado que los recursos son limitados, se trataba de comerse al 1% soberano para alimentar al 99% súbdito restante. Desde entonces, las guillotinas pueblan los muros de las ciudades españolas, como un sueño terrible colectivo.
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