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Las lágrimas de Giselle

Alzaba la miraba, apartaba sus lágrimas y distinguía allá arriba el edificio de estilo imperial británico en el que estaba expuesto el cadáver de su padre

Giselle estalló en lágrimas cuando un policía blanco le indicó en un inglés de rudo acento afrikáner «ok, you can go». Giselle, su hermano Ntombi y otros centenares de sudafricanos se habían plantado ante la puerta de entrada de los Union Buildings de Pretoria para exigir su derecho a despedirse del cuerpo embalsamado de su padre.

Comparada con su hermano Ntombi, orondo, fortachón y barrigudo, Giselle es de aspecto menudo. Su largo vestido negro la hace pasar desapercibida en su país multicolor. Quizá por todo ello, mientras unos bailaban para celebrar el «ok, you can go» y otros preguntaban qué había dicho ese policía, Giselle había logrado colocarse la primera de esa fila recién constituida. Alzaba la miraba, apartaba sus lágrimas y distinguía allá arriba el edificio de estilo imperial británico en el que estaba expuesto el cadáver de su padre.

El padre de Giselle y de Ntombi, y de esos otros centenares de sudafricanos irredentos dispuestos a plantar cara a la policía hasta escuchar el «ok, you can go», había muerto sólo unos días atrás. Fue un hombre cabal, recto, coherente. Uno de esos tipos que resta importancia a algo tan poco habitual como anteponer la felicidad de los demás a la suya propia. Eso le costó su primer matrimonio. Evelyn nunca lo entendió. Un hombre que jamás presumió de su capacidad casi inhumana de perdonar. Sus carceleros quizá al final lo entendieran. Winnie nunca lo entendió.

Conocí al padre de Giselle y Ntombi hace ya unos 10 años. Era un anciano ilustre. Su progresión como ser humano le había convertido –creo no exagerar- en la persona más querida y respetada de este planeta tan alocado. Cuando le estreché la mano sentí un latigazo de extraordinaria humanidad. Me saludó, escuché su voz y en ella reconocí la del padre, ya casi el abuelo, que te arropa por las noches después de contarte un cuento.

Ya por entonces el padre se manejaba con cierta dificultad y andaba duro de oído. Su extraordinaria generosidad resultaba tan poco creíble que incluso me llegué a plantear que quizá todo fuera una pose… Que detrás de los gestos y las sonrisas habría un impostor. Y decidí profundizar aún más en la figura del padre de Giselle. Hablé con algunos de sus mejores amigos. Nadine Gordimer, Desmond Tutu, Ahmed Kathrada, Mac Maharaj, George Bizos… Ni rastro del impostor. Y conversé con algunos de quienes podrían ser considerados sus enemigos. Ni rastro. Y comprendí que al padre de Giselle nunca nadie le había visto siquiera un disfraz.

Giselle y su gran familia tardaron varias horas en entender la muerte de su padre. En interiorizarla e interpretarla. Al principio no se lo podían-querían creer. Lo anunciaba machaconamente la televisión, pero ni por ésas. La conmoción les cegaba. Y cuando por fin lo creyeron, decidieron celebrarlo. Y eso desconcertó a los que llegábamos de fuera, que no lográbamos entender por qué Giselle y su familia celebraban la muerte de su padre… Hasta que comprendimos que cuando has tenido la fortuna de enriquecerte con un ser excepcional, su desaparición no debe entrañar tristeza si no júbilo por haber disfrutado de ese regalo durante esos 95 años. La familia era también consciente que la celebración no iba a evitar el vacío. Porque la felicidad – la infantil, la verdadera- consiste en tener un padre al que admiras, en sentirte protegido por su abrazo o su mirada. Y cuando pierdes eso entiendes el sentido de la palabra huérfano.

Giselle ascendió la rampa hasta los Union Buildings a golpe de bocanada. En la escalada me contó que trabaja en la Universidad de Pretoria, que llevaba dos días esperando en largas colas soleadas el permiso para ver el cuerpo inerte de su padre y que nada en el mundo le iba a hacer tan feliz. La emoción era tan magnética que antes de despedirnos abracé a su hermano y besé a Giselle. Sus siluetas se perdieron entre los recovecos de una escalera de roca arenisca.

Media hora después de esa despedida, coincidí de nuevo con Giselle en un parque de Pretoria. Sus ojos estaban ya secos aunque algo enrojecidos, pero sus piernas parecían seguir danzando sobre el algodón de una nube. Le pregunté qué había sentido y sólo fue capaz de esbozar una corta frase: “Mandela era mi padre”.

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