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Escribir un nosotros para que no nos lo escriban ellos

'La Marea' edita los 12 relatos publicados por la revista durante su primer año de vida // Ofrecemos el prólogo del autor como adelanto para nuestros lectores.

Vivimos rodeados de ficciones. Diría más: asediados por ficciones. Por representaciones ficticias de la realidad. No me refiero a novelas. Ni cuentos. Ni siquiera series de televisión. Sino esas otras narrativas que hoy detentan la hegemonía de la ficción: la política. La economía. El periodismo de los grandes medios. ¿Qué otra cosa ofrecen todos ellos, sino ficciones? Y por supuesto la publicidad, como síntesis y modelo de las tres anteriores. ¿Te gusta conducir?

Las versiones oficiales hace tiempo que son ficciones. Relatos. El triunfo del storytelling de marras, el arte de contar historias, válido en todo lugar y hora. Narraciones que poseen todo lo que debe tener un buen relato para ser eficaz, para persuadir, para imponerse: personajes, cronología, intriga, nudos, conflicto, desenlace, estructura, ritmo, estilo. Héroes, villanos, incertidumbre. Final feliz, a veces. Final abierto otras: continuará. No se vayan todavía, aún hay más. La conexión emocional y la seducción irresistible propias del pensamiento narrativo y que tan bien conocen los vendedores de cuentos de este tiempo.

La crisis, por supuesto. La versión oficial, dominante, institucional, consensual de esto que llaman crisis es otra ficción, una gran ficción, con una base narrativa impecable. La ficcionalización empieza por el propio manejo del tiempo, su linealidad y su acotación: que tenga un comienzo y un final. La crisis, nos cuentan, empezó exactamente el 15 de septiembre de 2008, día de la caída de Lehmann Brothers. Podrían precisar la hora, para así conseguir un arranque tópico de mala novela: “La marquesa salió a las cinco de la tarde”. “La crisis comenzó a las cinco de la tarde”. La trampa está ya en la propia cronología: en nuestro cerebro de consumidores de relatos damos por cierto que si hay un comienzo tiene que haber un final, con su fecha y hora. Que la crisis terminará el 23 de abril de 2015, o el 18 de septiembre de 2017, o el 30 de febrero de 2022. A las cinco de la tarde.

El tiempo previo a esto que llaman crisis también tuvo su narrativa. La tiene aún hoy, cuando la memoria ha sido sustituida por otra ficción, la de aquel tiempo que hoy nos parece feliz como cualquier tiempo pasado, y al que hoy querríamos regresar: cuéntame otra vez ese cuento tan bonito…

Y por supuesto, nuestras ficciones autóctonas, de consumo local. El final de la crisis. España se rompe. Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. La marca España. La Justicia es independiente. Todos tenemos que remar en la misma dirección. Ficciones para todos los gustos, para todos los públicos: consoladoras o aterradoras, desmoralizadoras o irresistiblemente optimistas.

Vivimos asediados por relatos, representaciones de la realidad que son serializadas, entregadas para su consumo en un adictivo folletín episódico. La evolución al minuto de los mercados y la prima de riesgo, con sus sobresaltos. Las revelaciones judiciales y periodísticas del enésimo caso de corrupción, con su eterna última hora. La negociación de madrugada en la cumbre europea, con su expectación. La escalada verbal entre partidarios y detractores, con su violencia. La catástrofe natural retransmitida en tiempo real, con su espectáculo. Y así todo, tanto lo superfluo como lo grave. El cruce de declaraciones previo al clásico futbolístico. El conflicto laboral que ensucia las calles. La esgrima inofensiva pero vibrante de los tertulianos. Las redes sociales incendiadas. El parte médico con la evolución horaria del enfermo. El pueblo ocupando la plaza y la espera de acontecimientos. La operación policial que llama a tu puerta de madrugada. La guerra que estallará mañana mismo, a las cinco de la tarde.

Si la literatura, desde los cuentos orales hasta la gran novela burguesa, nos ofreció alguna vez una trama con la que dar sentido a nuestras vidas, el fin de los grandes relatos llevó a la eclosión de los muchos relatos, de la ficción permanente, inagotable, que supera y cancela las ficciones clásicas y las reemplaza por estos otros fabricantes de relatos que nos venden un sucedáneo barato, algo que masticar para engañar el hambre de trama colectiva.
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Frente a esa maraña de ficciones precocinadas con que nos esconden la realidad, venimos aquí a ofrecer un modesto puñado de ficciones, como piedrecitas, con que intentar algo parecido a esa trama colectiva, humana, que muchos echamos de menos. Piezas con que escribir acaso otro relato, otra ficción, otra representación de la realidad, que discuta con la dominante, que quiera impugnarla, que la emplace desde la conciencia de su debilidad. Una narrativa propia, que quiere decirse “nuestra”, una forma de combatir con sus mismas armas aunque el calibre no sea el mismo, aunque el combate sea tan desigual, quizás perdido desde antes de empezar.
Un puñado de relatos que aparecieron emboscados en las páginas de un periódico, dónde mejor. En un periódico que levanta cada mes un relato propio, alternativo, de confrontación, transformador. El medio es el mensaje, ya lo sabemos, y la publicación en un medio como La Marea dota de significado a estos cuentos desde antes de leer la primera línea.

Aunque suene ambicioso, temerario, incluso ingenuo, algo así me propuse cuando me ofrecieron escribir un cuento mensual en La Marea: aportar un relato para sumar a la narración alternativa que entre tantos intentamos levantar; esa narración colectiva que oponer al poderoso storytelling de los gobernantes, de los grandes medios, de los cuentacuentos de la ortodoxia económica, de los propagandistas del mercado. Un relato que dice no es una crisis, es una estafa. Un relato que dice sí se puede. Escribir un nosotros para que no nos lo escriban ellos. Para que no nos cuenten, no nos conviertan en relato, su relato.

Relatos extraños estos, porque extraño es el tiempo que vivimos, frente a los relatos normalizadores. Y porque de esa extrañeza nacen las preguntas interesantes, las que no solemos enunciar ante una realidad naturalizada. Por eso estos relatos pretenden forcejar con la realidad, mirarla desde laterales que obliguen a forzar la postura tensando los músculos; intentan evitar el acomodo habitual, la facilidad con que los lectores acabamos acomodándonos, terminamos casi siempre por encontrar la postura desde donde leer sin que nos duela.
Formas de lo extraño: unos vecinos que simulan la figura del portero que despidieron. Un derrumbe contado a través de movimientos bancarios. Un conductor que busca un copiloto que le devuelva el tiempo malvendido. Un rey arrastrando la cadera por la terminal del aeropuerto. Una joya familiar que se convierte en máquina del tiempo. El currículum como obra de ficción perfecta, inquietante. El hotel como un territorio de reparación y tregua para los combatientes. Una serie televisiva que no logra escapar a la precariedad ambiental. Un grupo de trabajadores encerrados en su propio miedo. La lectura rendida al mercado, privatizada. La memoria como un nuevo yacimiento empresarial.

Todos son simulacros. Ilusiones que acaban estallando. Alteraciones en la percepción que creíamos natural de la realidad. Mentiras con piel de cordero. Explotados que sólo saben sacudirse su condición humillada buscando a otros a quienes explotar también. El capitalismo redundantemente salvaje de nuestro tiempo, y que descubrimos dentro de nosotros, en lo más profundo, bajo la piel, circulando por las arterias, contaminándolo todo.
Seguramente estos cuentos apenas logren perturbar el Cuento con mayúsculas, apenas sean una interrupción brevísima, una interferencia que nos ocupa un instante antes de seguir atendiendo a la representación. Pero a veces vale ese instante en que dejamos de mirar para que al devolver la vista ya nada sea igual, todo sea extraño.
Si alguno de estos cuentos consigue esa alteración, ser ese insecto que revolotea y nos incordia pero también nos despierta, entonces habrá merecido la pena.
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Compro oro. Es el título de uno de estos cuentos, pero si lo he elegido para titular el conjunto es porque es mucho más que una historia. El propio sintagma ya es en sí mismo un relato, una bomba nuclear que estalla y expande significados. Leemos “compro oro” y entendemos. Al pronunciarlo se enciende un proyector en el cerebro donde vemos todo lo que contiene esa expresión: usura, desesperación, caída, memoria, miseria, familia, pero también un pasado, un presente y un futuro, y todo un paisaje de ruinas y basura donde brilla el reclamo: “compro oro”.

Compro oro. Si lo elijo como título es porque pocas expresiones de nuestro tiempo reflejan mejor lo que nos está pasando, de dónde venimos, hasta qué profundidad estamos cayendo, qué incierto es el futuro. Compro oro.

Todo lo que uno añada después es redundante. El cuento mismo podría concluir en la octavilla con que se abre, que es por sí sola un cuento perfecto: “Compramos oro de cualquier quilataje, desde monedas de 21 o 22 quilates y joyería fina de 18, hasta oro de 9 quilates. Joyas rotas, piezas sueltas, desparejadas, pasadas de moda, ¡todo lo que sea de oro se lo compraremos! Monedas, relojes, incluso dientes de oro. Oro blanco, oro amarillo, oro rosa. También realizamos empeños de joyas, ¡pregúntenos! Además compramos todo tipo de artículos de plata, monedas, lingotes, juegos de café, cuberterías, bandejas, joyería. Pago en efectivo al instante.”
Un relato estremecedor, que se reparte en flyers por la calle y que contiene en pocas líneas la historia de nuestra vida, donde están el juego de café, las joyas desparejadas, los dientes.
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El medio es el mensaje, decía, y tal vez ahora, leer estos cuentos fuera del espacio para el que fueron escritos (un periódico tan riguroso como audaz, una sucesión de luces rojas que invitan a activar el freno de emergencia y entre las que el relato podía ser visto como una más, otra señal de alerta), quizás al leerlos agrupados en un libro, sin la compañía de reportajes, entrevistas y artículos, el efecto sea otro. Quizás aquí el lector sí tenga más fácil encontrar en el sillón la postura menos incómoda, desde donde leer sin consecuencias.

Por mi parte, solo me queda agradecer a las compañeras y compañeros de La Marea que decidiesen pedirme no un artículo sino un cuento, y que me enfrentasen a un compromiso, unos plazos, un espacio, un marco, una compañía, sin los cuales estas historias no existirían hoy.

Aún hay más, falta una parte importante de ese conjunto: estos cuentos se publicaron ilustrados por Diego Quijano. Un trabajo fantástico que enriquecía los significados, que preparaba al lector para la extrañeza, le anticipaba la incomodidad. En esta edición falta el relato dibujado a lo largo de un año por él, ese otro relato que abrazaba el escrito, lo enmarcaba y lo atravesaba. Asumo que sin ellos quedan algo desnudos, quizás pierdan la fuerza que les añadían las impactantes ilustraciones de Diego, al que tengo que agradecer su forma de leer y traducir a imágenes, siempre autónomas, siempre sorprendentes, siempre un paso más allá.

Gracias a él, a las trabajadoras y trabajadores de La Marea, y a las lectoras y lectores que la hacen posible, todos agentes provocadores de estos cuentos. Gracias.

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