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El huerto de guindos, la obra de todos

Esta adaptación de 'El jardín de los cerezos', de Antón Chejov, se desarrolla en las habitaciones de una casa de no más de 15 metros cuadrados, así que la escenografía, los intérpretes y el público tienen que convivir en escena

MADRID// Tenía razón el actor Germán Torres cuando, en una entrevista concedida a La Marea, afirmaba que La Casa de la Portera “es un espacio que no permite mentir porque el público te pilla enseguida“ y donde “la gente es activa y vive el viaje contigo, no se queda dentro de la oscuridad de la sala». Normalmente, cuando uno va al teatro lo hace con la intención de acompañar al reparto en su viaje emocional, en su historia. Sin embargo, este peculiar espacio obliga al espectador a formar parte de la función, como si fuera uno de esos figurantes que aparecen en las películas y finge ser uno de tantos clientes anónimos de las cafeterías.

En este sentido, el lugar en el que se interpreta El huerto de guindos, una adaptación de El jardín de los cerezos, de Antón Chejov, condiciona la forma en la que el actor tiene que trabajar que, de nuevo, se asemeja más a un plató de televisión o a un set de rodaje cinematográfico. En una sala convencional, los intérpretes tienen que expresar rabia, alegría, desilusión o interés con todo el cuerpo, porque tiene que llegarle al que está sentado al fondo del patio de butacas o arriba, en el gallinero.

Cuando actúan delante de una cámara esta exigencia cambia y deben volverse más sutiles. Un pequeño gesto con la mirada o un susurro son suficientes porque tienen a su interlocutor con ellos, que es exactamente lo que ocurre en este caso. Dado que la obra se desarrolla en las habitaciones de una casa real, cuya superficie no supera los 15 metros cuadrados, la escenografía, los intérpretes y las 20 personas que acuden como público a cada función tienen que convivir.

Esta limitación en cuanto al espacio le impone al actor una forma muy determinada de moverse, de mirar, de llorar, de reír, de hablar y hasta de respirar. Por un lado, tiene que tratar al público como si fuera la cámara, que lo observa, los fiscaliza y lo juzga de la misma forma. Y por otro lado, preserva la esencia del teatro, donde cada función en un ser vivo, con personalidad propia y donde la adrenalina tiene también un papel protagónico.

Estas características tan especiales del lugar en el que se representa El huerto de guindos no afectan únicamente a sus intérpretes, sino que condiciona de la misma manera al reducido auditorio poco habituado a este tipo de salas. Durante los primeros minutos de la obra uno tiene que aprender a abstraerse del resto de los asistentes y adaptarse a un entorno incómodo, al principio, por la imposibilidad de desaparecer cuando se apaga la luz.

Una vez acostumbrado al espacio, comienza a distinguir la mano que los intérpretes le han tendido para invitarlo a sentir, a ser parte de su historia, a vivirla con ellos. Ellos, en el caso de El huerto de guindos, son los cinco hombres y las cuatro mujeres que dan vida a los personajes que imaginó y modeló Antón Chejov. Ellos son el grupo de actores que maneja con asombrosa facilidad la técnica interpretativa, que se enfrenta al reto de lidiar con un espectador que lo mira de frente.

Ellos son quienes tienen que disimular su dolor, su tragedia, para que los 20 figurantes que invaden su intimidad en cada representación finjan con ellos que su mundo no se está derrumbando, que van a ser capaces de esquivar la tragedia que los aguarda a la vuelta de la esquina. Una tragedia a la que Chejov quiso darle un tono cómico y que los actores recogen y transmiten, al igual que lo hacen los propios espectadores en su día a día con los conocidos, e incluso familiares, a los que ocultan que su realidad no se corresponde con la fantasía idílica que imaginaron que sería su vida.

Un mayordomo recibe al público

A pesar de que El huerto de guindos cuenta con un elenco de actores notables, la interpretación de cuatro de ellos destaca especialmente. El primero, Felipe G. Vélez. Cuando el público entra a la casa de la familia de aristócratas que está a punto de perderlo todo, como no podía ser de otra manera, son recibidos por el mayordomo, Fer, papel que interpreta Vélez.

Él es quien interactúa con los asistentes de manera más directa; quien los aconseja sobre dónde y cómo acomodarse en la vivienda y quien los acompaña para que, cuando así lo requiere la obra, cambien de habitación junto con el elenco para que la representación continúe. Para poder manejarse en este contexto, el actor debe tener un dominio de la técnica y una capacidad de concentración sobresalientes, ya que lo más fácil es que esta interactuación con el público saque al actor de su papel y lo lleve a ser una parodia de su personaje y hasta de sí mismo. En este sentido, el trabajo de Vélez es encomiable.

Germán Torres, con el papel de Jaime, es otro de los intérpretes cuya calidad actoral es digna de destacar. Su personaje, probablemente, es el más complicado de toda la obra. Jaime es un tipo estrambótico, que vive en el mundo paralelo que la fortuna familiar le permitió comprar cuando todo marchaba bien. Y, de repente, en mitad de una vida desordenada, dedicada al ocio improductivo y al placer, se choca con una realidad que resquebraja el único modo de vida que conocía.

Torres, por tanto, tiene que dar vida a un personaje extravagante -que en algún punto, muy sutilmente, puede recordar la figura de Salvador Dalí- que se ve inmerso en una situación que ni entiende, ni es capaz de manejar. Este actor tiene que conseguir que el espectador, al que tiene a dos palmos, advierta todas sus rarezas sin percibirlas como una caricatura desfigurada. Y, a la vez, tiene que transmitirle el drama que lo atormenta y contra el que lucha, entre resignado y esperanzado, pensando que si mira para otro lado quizá se resuelva por sí solo. Y lo logra, gracias una exhibición interpretativa loable.

Intimidad en escena

Finalmente están Carles Francino y Nacho Fresneda, el eterno estudiante y el nuevo rico. Con estos dos actores surge una relación extraña en ese papel cómplice o partícipe que tiene el espectador. Por un lado, la naturalidad con la que interpretan a sus personajes obliga al público a hacer un esfuerzo para creer que son actores y no espontáneos que, al verse incluidos en la dinámica de la obra, han decidido ser un protagonista más de la historia.

Por otro lado, es tal el grado de intimidad que consiguen crear con el resto de los actores que en ocasiones uno siente hasta vergüenza de mirarlos tan fijamente. Se genera una sensación similar a aquella en la que dos desconocidos conversan entre sí, en el metro, en la cola del súper, y uno se engancha porque lo que cuentan resulta interesante pero con la sensación de que en algún momento se van a percatar de que los estás espiando y te lo van a reprochar.

Probablemente sea la mezcla de los tres factores determinantes de esta obra, el lugar en el que se interpreta, que su autor sea uno de los mejores dramaturgos de la historia del teatro y un reparto que está a la altura de los dos anteriores, lo que haga que El huerto de guindos sea tan especial. En cualquier caso, todo aquel que pretenda averiguar qué mundos imaginaba Chejov, el que quiera jugar a ser actor durante un ratito o el que necesite palpar la interpretación, debe ir a visitar El huerto de guindos.

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