Opinión

Reforma o proceso constituyente: un debate desenfocado en la(s) izquierda(s)

Un análisis sobre las posturas en la izquierda institucional respecto a la Carta Magna: de la revisión del texto propuesta por el PSOE al Proceso Constituyente defendido por IU.

En las últimas semanas han proliferado en los medios de comunicación intercambios de posiciones políticas respecto de “lo constituyente”, con especial impacto en los del grupo PRISA, que se han incorporado con casi tres años de retraso al debate. Son varios ítems políticos los que se han puesto sobre la mesa, desde el encaje constitucional de las naciones que componen el Estado español hasta el refuerzo jurídico de la protección de los servicios públicos pasando por la discusión, todavía abierta, sobre la reforma del artículo 135 de la Constitución de agosto de 2011.

Ayer mismo, el Secretario General del PSOE, Alfredo Pérez-Rubalcaba, escribía un artículo en el diario El País clamando en defensa de una reforma constitucional que adecúe ciertos anacronismos del texto del 78 a la contingencia política actual. En idénticos términos se manifestaba, hace unos días, el Secretario del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso, Eduardo Madina, en la tertulia política del programa Hora 25 de la Cadena Ser en un interesante debate con el diputado de Izquierda Unida, Alberto Garzón.

Las posturas, en la izquierda institucional, se resumen en dos: de un lado, el PSOE, empujado fundamentalmente por el conflicto nacional abierto desde la Diada de 2012 en Catalunya, propone la revisión del texto constitucional en torno a la idea de “reforma de la Constitución para su defensa” y propone elementos como la federalidad del Estado, la reforma del Senado, la relación con la Iglesia Católica, la constitucionalización de los derechos a Sanidad y Educación universales o el igual derecho de sucesión a la Corona de príncipes y princesas. De otro lado, Izquierda Unida viene proponiendo desde hace tiempo la apertura de un Proceso Constituyente, aunque con diferentes intensidades de sus diferentes, variopintas y eternamente enfrentadas sensibilidades; que se sustanciaría en un proceso participativo popular que culminaría con una nueva Constitución de corte social, republicano y federal.

Ambas perspectivas presentan un elemento común de enorme importancia: las fuerzas políticas de izquierda tienen un análisis común de que, en el campo social progresista de este país, hay una demanda de cambio político que trasciende lo que había sido el transcurso ordinario de las cosas en los últimos años. Lo que ambas formaciones perciben como su base social, presenta en todos los indicadores posibles (protesta social, encuestas y sondeos de opinión, descenso de la militancia, etc…) un rechazo evidente del statu quo de la política actual y, por tanto, ambas reaccionan, con diferentes fórmulas e intensidades, mirando al cambio de la norma que está en la cima de la pirámide jurídica del Estado. Hay varias razones para pensar que esta dirección de la mirada representa, en términos estratégicos, lo que un jugador de Mus llamaría “jugar a chica”.

El primer elemento que convierte en erróneo este planteamiento para centrar el debate político  es el que tiene que ver con la vigencia de la propia Constitución del 78. Los dos elementos que habían ordenado la convivencia en España en los últimos 35 años, y en toda Europa Occidental desde el final de la II Guerra Mundial, tenían que ver con la Democracia Representativa y con el Estado de Bienestar, basado en el reconocimiento de derechos civiles, políticos y sociales que hoy, especialmente los últimos, están en cuestión para un porcentaje altísimo de la población. Los derechos sociales recogidos en el texto de la CE78 no son muy diferentes de algunas de las demandas sociales expresadas en las movilizaciones surgidas contra la gestión de la crisis desde 2011. El problema no está en el texto constitucional sino en la constitución material, que es una cosa bien diferente: la CE78 consagraba derechos que no tienen hoy porcentajes altísimos de la población. Lo que se reclama en muchos casos no es la aparición de nuevos derechos, sino la tutela judicial efectiva sobre los que la Constitución reconoce pero que, a fuerza de no materializarse, se convierten y convierten a la propia Carta Magna en papel mojado.

El segundo elemento del error estratégico tiene que ver con las condiciones de posibilidad para un cambio constitucional, reformista o integral. Los requisitos exigidos en la CE78 y en todo el cuerpo doctrinal legislativo vigente para el cambio constitucional en España consagran dos condiciones hoy insalvables para la(s) izquierda(s): que estos se aprueben en trámite parlamentario y que el procedimiento parlamentario de aprobación requiere, en los cambios que atañen al texto completo o a sus títulos fundamentales, del “procedimiento agravado” para el cual se requiere una mayoría de 2/3 de las dos Cámaras y su posterior disolución y en el “procedimiento ordinario” de mayorías de 3/5 también en ambas cámaras. Esto convierte las propuestas políticas de cambio constitucional desde la izquierda, a día de hoy, en brindis al sol. Y no parece que, a medio plazo, la situación vaya a ser muy diferente.

Lo que hoy parece estar en cuestión a raíz de la crisis económica y los resultados de su gestión no es tanto la democracia entendida como procedimiento, sino la incorporación de grandes capas sociales a la condición de ciudadanía democrática. Esta exige los derechos efectivos a la participación política pero, en contra de lo que la doctrina neoliberal proclama, exige también la incorporación a los derechos sociales que, en todo el ciclo anterior, se hacía efectiva a través del trabajo.  La orientación de las políticas de PP y PSOE hacia la búsqueda permanente de la competitividad a través de la devaluación de los salarios para salir de la crisis económica sitúa a enormes grupos de población, bien por su situación de desempleo o bien por ser los empleos de corta duración y bajísimos salarios, en una situación de precariedad permanente que les impide acceder a la condición efectiva de ciudadanía. Aunque voten cada cuatro años.

La articulación política de un fenómeno de exclusión social que se está saldando con más de 6 millones de desempleados y de más de 700.000 personas que han salido del país en busca de trabajo y el empobrecimiento galopante de otros grupos de población, no puede pasar por la mera propuesta de un cambio en el texto constitucional. El cambio formal de la Carta Magna solo puede ser, para producirse en términos progresistas, resultado de un proceso de agregación que incluya en la comunidad política a quienes las medidas y reformas de los últimos años han excluido de la condición de ciudadanía en el terreno de lo material.

Para eso conviene aparcar de momento los objetivos “constitucionales” porque las reformas que propone el PSOE son claramente insuficientes y apuntan a problemáticas que no se corresponden con el drama social que vive el país y porque la apuesta de márketing de IU por el Proceso Constituyente ya se ha mostrado insuficiente en términos de consenso social, para recuperar la idea de “proceso”. Conviene también compartir el diagnóstico de que los elementos centrales del pacto social consagrados en la Transición, hoy puesta en cuestión por el lado de sus resultados y de la santificación de sus políticas 35 años después, que fueron útiles para la convivencia en un periodo han saltado por los aires y no lo han hecho en una dirección progresista, sino de la mano de una ofensiva oligárquica que impone, a varias generaciones, el horizonte de una vida que rompe con las promesas de éxito que recibieron y empeora el mundo de sus padres.

A esa ofensiva que, poco a poco, está sedimentando un modelo social de quiebra de los derechos sociales y los servicios públicos, no se le puede responder con propuestas normativas, sino con el tercer abordaje de “lo constituyente” que ha aflorado en distintos sectores de la izquierda y los Movimientos Sociales desde que surgiera el 15-M. La de un proceso social de profunda apertura de las estructuras y organizaciones políticas que se conviertan en herramientas de lucha social y representación efectiva de los sujetos sociales excluidos, que hoy son buena parte de la gente corriente. Eso implica el reconocimiento de un cierto fracaso de lo existente, del triunfo absoluto en los últimos años del neoliberalismo que, desde el lenguaje hasta las políticas públicas, ha impregnado todo del fatalismo de “nada puede hacerse de otro modo”. Y es cierto que, en las condiciones actuales, nada puede hacerse de otro modo.

Por eso es el momento, para las izquierdas, de sacudirse el polvo (y la caspa) y creer en una ofensiva social que obliga a enfrentar cambios sociales mucho más profundos que los de un texto jurídico: implica replantear de arriba abajo los objetivos y formas de funcionar de partidos y sindicatos de una parte y Movimientos Sociales de otra, en dirección a confluir con la gente y sus demandas y también atendiendo a la disputa del poder político.

El miedo de las direcciones a ser volteadas no puede ser el freno que obligue a la izquierda a seguir dejando pasar manos para lanzar tímidos envites a chica. La gente corriente, la base social de la izquierda desde siempre, necesita herramientas para enfrentarse al órdago de las oligarquías financieras globales.

Eso, o perder la partida para otras tres décadas.

Ramón Espinar Merino[1]

Twitter: @RamonEspinar



[1] Ramón Espinar Merino es investigador en Ciencia Política y activista social.

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