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Escritura epistolar en los campos de refugiados del exilio

La autora del artículo es licenciada en Historia (2008). Actualmente, es becaria de investigación predoctoral en el marco del proyecto Post Scriptum: A Digital Archive of Ordinary Writings (Early Modern Portugal and Spain) financiado por el Consejo Europeo de Investigación.

Hace un par de meses se invitó a la comunidad universitaria a celebrar un día de fiesta, un día en el que ponerse de gala y salir a la calle, a las plazas a impartir una clase o una conferencia. Dicha iniciativa se hacía como respuesta a las últimas políticas educativas que suponen una seria amenaza a la Universidad pública española. Yo quise sumarme a esa fiesta desde mi posición, que no es otra que la de los becarios de investigación. Mi propósito era mostrar en qué había invertido los cuatro años que duró mi beca predoctoral y que he pasado reflexionando sobre las escrituras producidas por la gente común durante el exilio español. El objetivo de mi investigación es conocer en profundidad qué significaron estas escrituras en sus vidas, cómo se sirvieron de las mismas, cómo las realizaron y qué papel jugaron en dicho exilio.

En el poco espacio del que dispongo intentaré dar unas coordenadas muy breves sobre algunos de los aspectos de los que hablé ese día, en el que me situé en los campos de refugiados del sudoeste de Francia donde, en febrero de 1939, tras la caída de Cataluña y el paso por la frontera, muchos españoles fueron recluidos por el Gobierno francés. Allí vivieron durante meses, atrapados entre alambradas pero con la esperanza puesta en salir de ellas, en comenzar una nueva vida en cualquier lugar que les acogiera. Mientras esperaban, muchos recurrieron a la cultura como única arma de salvación: clases para analfabetos, lecciones de idiomas, creación de boletines, etc. Peso especial tuvo la escritura, que estuvo presente en toda su historia de desarraigo y se convirtió para ellos en un soporte fundamental, mayor incluso que el rancho diario, como aseguraban algunos refugiados en sus diarios.

La escritura les permitió resistir, mantener su identidad y seguir unidos con un mundo que acababan de perder. Escribir y recibir cartas les hacía sentir que seguían vivos y que no habían sido olvidados, así lo describe Eulalio Ferrer en sus memorias: “Nos hemos ido adaptando a la vida del campo de concentración, pero en las primeras semanas, tendidos al sol o acurrucados en la noche, sólo hemos pensado en escribir cartas. (…) Cartas en busca de familia; cartas pidiendo auxilio a todos los comités del mundo; cartas siguiendo la pista de algún pariente rico en América… Cartas, como si nos jugáramos con ellas el nuevo destino. Recibir respuesta ha sido una señal, sobre todo, de que existimos, de que nuestro nombre y apellidos no han sido cancelados en el registro de la vida”.

A pesar de su importancia, este intercambio epistolar no fue sencillo. Para que fuera posible, los refugiados tuvieron que sortear numerosos problemas: organizar un precario sistema de correos que lo permitiera; conseguir los utensilios necesarios para poder llevar a cabo esta práctica: papel y sobres, pero sobre todo, los preciados sellos, que –según la autobiografía de Manuel Andújar sobre el campo de Saint-Cyprien– llegaron a convertirse en el bien más codiciado dentro del mercado negro. Por último, debían encontrar a los destinatarios de sus cartas, para lo que jugó un papel esencial el Comité de la Cruz Roja Internacional. No obstante, los problemas no finalizaban ahí. Una vez que los refugiados conseguían establecer la relación epistolar, debían idear un sinfín de estrategias para escapar de la censura, desde la tradicional tinta simpática hasta pequeños mensajes escritos bajo los sellos de correos, pasando por la utilización de un lenguaje críptico que sólo la persona a la que iba dirigida la carta podía entender y que les avisaba del peligro que corrían si volvían a España.

Aun con todos los desafíos a los que tuvieron que enfrentarse, el correo hizo que los internos en los campos creyeran que “el mundo no había muerto”, como decía Narcís Molins i Fàbrega en uno de sus poemas desde el exilio mexicano. Sus voces seguían siendo escuchadas gracias a las cartas, que se convirtieron en un espejo a través de cuyo reflejo podían ver el mundo que les había sido arrebatado. Tal y como escribió el campesino aragonés Marcelino Sanz Mateo a su esposa el 14 de abril de 1939 desde Argèles sur Mer: «Gracias María. Tus cartas son el espejo de tu vida».

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Comentarios
    • Alban, soy la autora del artículo, estaría interesada en consultar las cartas de su abuelo Marcelino (sólo las conozco a través de la edición realizada). Me encantaría poder hablar con Usted, mi correo electrónico es guadalupe.adamezc@uah.es. Y no me tiene que dar las gracias por citar a su abuelo, para mi fue un auténtico descubrimiento y sus cartas un testimonio digno de rescatar.

  1. Todo el libro vale la pena, pero algunos de los ensayos, como este de Adámez Castro, son especiales y a mí en particular me hicieron sentir emocionado y orgulloso de ser parte de la cooperativa que hizo posible el libro.

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