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No hay dos modelos de democracia sin tres

Si la República no hubiera venido para mudarlo todo, no merecería la pena haberla traído. Con estas palabras resumía Luis Jiménez de Asúa -catedrático de Derecho penal, diputado en las Cortes constituyentes por el PSOE y presidente de la comisión parlamentaria que redactó el proyecto de Constitución de 1931- el sentimiento de quienes se involucraron en la apasionante aventura de traer de nuevo la república a España».

Así inicia Rafael Escudero Alday su recorrido comparado por las constituciones de la II República y de la Transición en su libro Modelos de democracia en España: 1931-1978 (Península, 2013). Es una cita imposible de encontrar en discursos de los protagonistas del proceso constituyente de 1978. El ánimo inicial de la República era cambiarlo todo. No era sustituir a Alfonso XIII por un presidente electo, que también, sino un nuevo país que pasaba por una profunda democratización, arrancarle el poder ilegítimo a quien había lastrado nuestra Historia (desde la Iglesia Católica a los terratenientes): “La República se identificaba con la modernidad, la democracia, la libertad y el respeto a los derechos humanos, mientras que la monarquía suponía el reverso de tal imagen”.

Frente a ese marco ideológico rupturista inicial (si no es para mudarlo todo, no vale la pena la República), lo que presidió el ánimo constituyente del 78 era hacer cambios, algo imposible de evitar en el contexto internacional y con la presión social de entonces, pero que tales cambios no supusieran nada inaceptable para el partido militar, para el poder saliente de la dictadura: que el modelo de democracia al que se llegara tuviera las suficientes ataduras que ahora estallan en la crisis que amenaza a todas las instituciones del 78.

Rafael Escudero, en su libro, compara los textos constitucionales de 1931 y 1978  partiendo de su contexto histórico e internacional y de su desarrollo constitucional. El ejercicio tiene un triple interés.

Uno de tipo más analítico o académico, que permite ver cómo se abordó de forma diversa la participación de la ciudadanía, la separación de poderes, los derechos humanos, la jefatura del Estado… No es un ejercicio complaciente pues también señala las flaquezas del texto (por ejemplo en materia territorial) y su desarrollo práctico en la República como las carencias del diseño político hecho en 1978. Es muy interesante, por ejemplo, cómo abordó la República la creación de un Tribunal Constitucional democrático pero no sometido al bipartidismo sino participado por múltiples espacios sociales relacionados con el derecho y la política. En relación con esto el recorrido también permite ver en la Constitución del 31 el sistemático fomento de la participación y el pluralismo frente a la obsesión (exitosa hasta el momento) de la Constitución del 78 por la estabilidad ordenada y el control bipartidista de todas las esferas institucionales.

Otro aspecto de interés del libro es como ejercicio de memoria histórica ante el intento de caricaturizar la República como una falsa democracia o una suerte de república soviética que nunca fue: el recorrido por el tejido constitucional y su desarrollo muestra una democracia avanzada (no revolucionaria, pero sí rupturista y avanzada) en lo político y en lo social (si ambas esferas fueran distinguibles) para la época. Este ejercicio de memoria histórica parte de una interesantísima comparación entre cómo se afrontó la memoria en 1931 y en 1978. Frente al silencio y la impunidad de 1978, que supone una infamia estructural (como se vio al revolverse las instituciones contra quien intentara aportar verdad, justicia y reparación), la Cortes constituyentes crearon una Comisión de Responsabilidades en 1931 que declaró a Alfonso XIII culpable de alta traición, lo degradó de todos sus títulos e incautó sus bienes. Observada analíticamente la República sólo intentó traer a España los valores de la modernidad ilustrada: “imperio de la ley, pluralismo democrático, lealtad institucional, garantía de los derechos fundamentales y de la justicia social, búsqueda del interés general, virtud cívica, compromiso ciudadano con las instituciones, defensa de lo público, así como honestidad y austeridad en los comportamientos privados”. Ocurre que los poderes premodernos clásicos de nuestra Historia interpretaron como una agresión revolucionaria valores tan contrarios a la España que ellos siempre comandaron y cuyo reverso implantaron tras su alzamiento y victoria militar. Y muchos de esos valores encuentran hoy su freno en la Monarquía, el protagonismo de la Iglesia Católica, la amnesia y el deterioro social al finiquitar la retórica alusión a los derechos sociales en la Constitución del 78 con la reforma del artículo 135 que viene a fijar la Constitución como marco de acción económica neoliberal.

Pero finalmente, el libro de Rafael Escudero tiene un tercer interés que quizás es el más provechoso para la actual crisis de régimen mediante las dos conclusiones que uno puede extraer con claridad. Primero, la importancia crucial del diseño de país que se hace en un proceso constituyente. No se trata sólo de generar un articulado jurídico, sino de diseñar el mapa político y las coordenadas que rigen a todo un régimen político. Es por tanto la forma política que adopta la ruptura con una deriva política estructural. Y en segundo lugar, que la Constitución del 78 no permite ya ser el cauce por el que aspirar a avances sustantivos sino que sirve sólo (aunque con extrema fragilidad) al inmovilismo. Cierra el libro Rafael Escudero: “Urge dotarse de un marco que ponga fin a esta deriva antidemocrática. El reto no es sencillo, por supuesto, pero tampoco lo era en 1931 y ello no impidió a los republicanos lanzarse a construir una nueva cultura desde la que transformar la sociedad que recibieron. Quienes se opusieron entonces se opondrán de nuevo ahora. Pero la crisis ha colocado a cada uno en su lugar. Ha puesto las cartas boca arriba sobre la mesa y ha desvelado el papel jugado por los distintos sujetos políticos, económicos y sociales, los cuales en el futuro ya no podrán ocultarse bajo sus tradicionales máscaras y juegos de artificio. Igualmente ha mostrado que la Constitución de 1978 no es un instrumento útil desde el que construir una sociedad democrática e igualitaria, de modo que insistir en ella no conduce más que a la frustración y a la desesperanza. Es necesario pues dirigir los esfuerzos hacia la consecución de una hegemonía social, ideológica y cultural que posibilite un cambio de régimen constitucional. A ello quedamos emplazados”.

No creo que contando el final del libro de destroce su lectura a nadie: esa frase más bien abre la puerta de su lectura, es la explicación de por qué es tan crucial hoy revisar nuestros modelos de democracia. Porque no hay dos sin tres.

NOTA: En el número 9 de La Marea (págs 40-41) Rafael Escudero Alday desgrana algunos de los puntos más significativos de su libro Modelos de democracia en España: 1931-1978.

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