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Carbón, sudor y lágrimas: la historia de aquellos que pueden contarlo

La minería despedía este martes a sus últimos seis náufragos y, más de un año después de la última huelga, volvía a mirarse en el espejo.

Dos mineros asturianos en una galería de carbón - Foto cedida por José Antonio Lucena

La minería despedía este martes a sus últimos seis náufragos y, más de un año después de la última huelga, volvía a mirarse en el espejo. Si en el verano de 2012 el cristal devolvía un grito reivindicativo, ahora solo refleja silencio y duelo, un inevitable retorno a los viejos tiempos de bocas de pozos llenas de gente esperando el cruel desenlace. Tiempos del qué ha podido fallar. La muerte por asfixia de seis compañeros tras un desprendimiento de una bolsa de grisú en el pozo Emilio del Valle, en el municipio leonés de Pola de Gordón, ha pillado al sector con el pie cambiado. Tragedias como la del lunes se creían olvidadas para siempre.

Pero a falta de una investigación que aclare lo sucedido, parece que, de momento, la casualidad predomina sobre la causa. A pesar de tener todos los sistemas de prevención disponibles, los mineros no tuvieron tiempo de utilizar los rescatadores de oxígeno. El grisú es fulminante si se desprende rápido. Es lo que hay. La mina siempre ha estado reñida con la seguridad y a pesar de los avances en los últimos 30 años, a 700 u 800 metros bajo el suelo, como cuentan los propios mineros, nunca se está seguro del todo.

Golpe en la mándíbula

“Los que llaman privilegiados a los mineros tienen algo en común: jamás han puesto un pie en una mina”. Heliodoro Martín, picador retirado de rostro marcado y sereno, bajó diariamente al profundo tajo durante 23 años. En un mal turno, un desprendimiento le destrozó la mandíbula y le dejó la carótida al aire. “Recuerdo muy poco de lo que sucedió, solo que lo conté de milagro”. Reconoce que la costumbre es el principal enemigo del minero y que “hay veces, pocas, que te metías a picar en sitios en los que quizás no deberías haberte metido; pero es inevitable arriesgar cada vez más, no por ser o hacerte el valiente, sino por puro hábito. Supongo que pasará en todos los trabajos. Luego, cuando había un accidente, estabas tres o cuatro días con mucha cautela, y vuelta a empezar”.

Los años de Martín, las décadas de los 80 y los 90, fueron tiempos prósperos pero duros, de mucha extracción, de cuencas mineras haciendo honor a su nombre, pero también con demasiada siniestralidad en los pozos. En 1990, la minería del carbón daba trabajo a 45.000 personas en España repartidas en 200 empresas. Hoy en día, apenas hay 4.500 mineros en 14 compañías. Un desmantelamiento progresivo del sector que paradójicamente ha ido acompañado de profundos avances en seguridad.

“Cuando entré en la mina, muy joven, antes de que tuviéramos rescatadores y medidores electrónicos, acompañaba a los veteranos a los tajos. Un día, un vigilante que quería comprobar los niveles de gas con una lámpara de las antiguas me dijo: voy a asomarme allí. Ponte detrás de mí y si ves que me caigo, cógeme fuerte por la pierna. Habría como 80 metros de caída”. Martín asegura que en ese momento entendió lo que era la mina. Algunos años después, en 1989, el accidente del pozo Mosquitera, en Asturias, donde murieron cuatro mineros en un incendio y que precipitó el cierre de la explotación, marcó un antes y un después: el uso de los autorrescatadores de oxígeno, aparatos que te permiten mantener la autonomía respiratoria en situaciones límite, comenzó a extenderse. Si hubiesen existido en aquel momento, los cuatro de Mosquitera se hubieran salvado. Los medidores electrónicos sustituyeron a las lámparas y los centros de control ambiental en los pozos tomaban el necesario protagonismo.

Mar de cicatrices

El que se salvó de milagro fue José Antonio Lucena, otro picador que valora el cambio generacional de la seguridad como algo muy positivo. En los más de veinte años trabajados, entre pozos de montaña, muy peligrosos, y la empresa pública Hunosa, tuvo muchos y variados percances. Las cicatrices de su cuerpo hablan por sí solas. Pero el accidente con mayúsculas le sorprendió en 2003, cuando “usábamos, respetábamos y agradecíamos” la progresiva mejoría en las medidas de seguridad. Una mala sujeción de un tablero hizo que le cayera encima carbón picado. El resultado, dos vértebras rotas y la certeza de que, de no haber estado agarrado a una viga con el brazo, el golpe le hubiera arrastrado a una caída de unos 60 metros. “Habría sido una desgracia como otra cualquiera”, dice Lucena, quitándole importancia.

Heliodoro y José Ramón aseguran que el accidente de este lunes en León reabrió viejas heridas, porque a ellos también les tocó sacar a compañeros fallecidos en algún momento de su carrera profesional. “Aunque a la gente de León no la conozca de nada, la muerte de un minero te pilla de otra manera, la sientes como una pérdida propia”, dice Martín. Ambos comparten también la prejubilación, una situación de retiro para algunos críticos prematuro, con un complejo sistema de coeficientes reductores que se puede explicar de un modo más sencillo: cada año cotizado por un minero en los frentes de arranque, en las peores condiciones, es aproximadamente año y medio de una profesión sin factores de riesgo para la salud por la carga física y la constante exposición al gases tóxicos. «Los políticos quieren echarnos encima a la gente, diciendo que vivimos a cuerpo de rey, y lo cierto es que somos el motor de unas cuencas que sin el consumo que generan los prejubilados serían eriales». sentencia Lucena.

Uno de los impulsos principales del avance de la seguridad en los pozos ha sido la mentalización de los mineros, y en ello han tenido mucho que ver las brigadas de salvamento. Estos cuerpos, formados por unas treinta personas con brigadistas que rotan por temporadas desde sus puestos de trabajo habituales no solo se encargan de intervenir cuando hay un accidente, sino que también sirven como espacio de reciclaje en el que los trabajadores toman conciencia de lo importante que es la prevención para evitar desgracias.

Brigadas

“Cada vez que la brigada actúa, alguien llora, ya sea el empresario que pierde dinero, o las familias por la terrible pérdida humana”. Habla Juan Fernández, ingeniero técnico de Brigada durante diez años, entre 1991 y 2003, puesto que ocupó de manera ininterrumpida durante ese tiempo, justo antes de retirarse. Como es lógico, tuvo que enfrentarse a los contrastes de un destino de esa magnitud, en el que salvas la vida de un compañero o bajas a rescatar cadáveres. “Fueron años muy duros, pero desde los primeros 90 se ha avanzado muchísimo en prevención y seguridad”.

Dada su experiencia en accidentes, Fernández se mantiene cauto acerca de las razones de la tragedia de la mina Emilio del Valle. “Lo más importante de todo es la ventilación, y pararse a pensar qué circunstancias se han dado para que no la hubiera. Lo fundamental es saber dónde se produjo el accidente, si en galería, rampa, chimenea o testero, cuando sepamos eso los expertos ya podrán empezar a buscar razones”. Fernández se tuvo que enfrentar a una situación muy parecida cuando se vio obligado a intervenir para rescatar los 14 cuerpos sin vida de los mineros fallecidos en el accidente del pozo Nicolasa, en Mieres, Asturias, ocurrido en agosto de 1995 tras una explosión de grisú, el mismo gas que acabó con la vida de los seis mineros en Pola de Gordón. “Es inevitable que se te vengan cosas a la cabeza”, reflexiona el ex minero.

Mujeres en la mina

También para una minera del pozo María Luisa, en Asturias, ha sido difícil recordar el pasado. Esta trabajadora, que no ha querido dar su nombre, perdió a su padre en accidente, y vive con las dificultades propias del trabajo diario en una mina añadidas a lo complicado que en ocasiones resulta ser mujer en un pozo. “Yo entré en el 98, y al principio resultó complicado, porque éramos muy pocas y con algunos mineros se hace un poco cuesta arriba”.

Sin embargo, el aumento de las mineras, todas descendientes directas de mineros fallecidos en accidente laboral, ha ido normalizando una minería en la que las mujeres no quedan reducidas únicamente al papel sufridoras esposas o viudas. Esta técnica geóloga recuerda que en un pozo “no todo se hace utilizando la fuerza bruta”, y asegura que a día de hoy “nadie entra en una mina sin llevar todo el equipo de seguridad». Ella, aunque reconoce que «cuando pasa algo así, somos todos ingenieros», cree que «algo tuvo que fallar» en el accidente de Pola de Gordón, ya que «los sistemas informáticos de control ambiental miden hasta el último detalle en una mina». En cuanto a los supuestos privilegios de los mineros, invita al ministro Soria a «darse un paseo» con ella por la mina, «en la zona más ‘light’, para ver si sigue pensando lo mismo».

Privilegios de los que supuestamente también goza Roberto Martínez, minero electromecánico cuyo sueldo no llega a los 1.200 euros. Como la mayoría de sus compañeros, Martínez acudió hoy a la concentración de Pola de Gordón a mostrar su pésame por el accidente, en el primero de los dos días de luto convocados por los sindicatos. Pisó un pozo por primera vez hace tres años, formando parte de la última hornada de mineros de entre 25 y 34 años que entraron en la empresa pública Hunosa. Martínez señala que «al principio impresiona trabajar a 700 metros de profundidad, pero al final es lo de menos; la carga física es bastante alta, y no precisamente por la profundidad». Además, cree que la seguridad es alta en las minas «aunque nunca estás seguro al cien por cien». Sin embargo, «no puedes obsesionarte, vas a trabajar y al final te acabas olvidando de los peligros reales que existen; crees que nunca te va a pasar a ti».

Roberto Martínez forma parte de la primera generación de españoles residentes en zona minera cuyos trabajos no dependen casi exclusivamente de la industria del carbón. Con las prejubilaciones masivas de los años 90 y los planes del carbón firmados por los gobiernos y los sindicatos, hojas de ruta del desmantelamiento progresivo del sector impuesto desde Bruselas, la minería española languidece. El carbón español está subvencionado al no poder competir con el precio de otros carbones extranjeros, debido al alto coste laboral.

Pero en las declaraciones institucionales no se dice que el carbón importado que las eléctricas españolas prefieren quemar proviene en mayor medida de países como Sudáfrica, Colombia o Indonesia. Además, los sindicatos advierten de que el cierre definitivo de buena parte de los pozos españoles eliminaría 75.000 puestos de trabajo entre empleos directos, indirectos e inducidos y condenaría al ostracismo a comarcas enteras. El plan 2013-2018, firmado hace poco más de un mes, parece ser el epílogo definitivo. Atrás quedan miles de millones de euros en ayudas para una reconversión que no ha acabado de llegar.

Este martes, en Pola de Gordón se lloró por los mineros en una especie de liturgia romántica que no existe en ninguna otra profesión, porque la muerte de un minero tiene mucha más importancia mediática que la de cualquier otro trabajador, aunque la desgracia sea la misma. Trabajar con aire tóxico, polvo, ruido estruendoso de máquinas, cambios bruscos de temperatura, humedad o bajo peligro de muerte constante queda en un segundo plano cuando aparece un casco y una cara manchada de negro. Quizás ese romanticismo sea el único privilegio de tener que bajar a una mina todos los días.

[Artículo publicado originalmente en Información Sensible]

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