Cultura
El médico al que la Iglesia no dejaba estudiar y acabó curando a dos papas
Un libro rescata la asombrosa historia del español Andrés Laguna, burlón doctor del emperador Carlos V y primer humanista que imaginó una Europa unida y sin guerras
Manuel Ansede // “A mí pueden llamarme Matacaballos porque le certifico a Dios que, aunque soy médico y ha más de quince años que purgo y sangro todavía he muerto más caballos que hombres”, escribió a comienzos del siglo XVI Andrés Laguna. Había matado decenas de caballos deslomándolos, haciéndolos recorrer miles de kilómetros por los caminos de Europa. Laguna, nacido en Segovia en 1511, fue médico del emperador Carlos V, del rey Felipe II y de los papas Paulo III y Julio III. Hablaba castellano, latín, griego, alemán, portugués, italiano y francés. Estaba tan adelantado a su tiempo, y viajó tanto por el continente, que fue el primero en clamar por una Europa unida. Y llegó a ser tan célebre que su obra aparece en El Quijote.
En el siglo XXI, sin embargo, Laguna es prácticamente un desconocido. Una estatua le recuerda hoy en una plaza de Segovia. En noviembre de 1999, unos vándalos le arrancaron la cabeza. “Andrés Laguna ha sido injustamente olvidado”, lamenta el médico José Antonio Sacristán, que acaba de coordinar un libro para reivindicar el legado del humanista: Andrés Laguna, un científico español del siglo XVI.
Laguna era hijo de judíos conversos, que habían vivido en la judería de Segovia en pleno azote de la Inquisición y de su máxima autoridad, Tomás de Torquemada. Su padre era médico y el muchacho quería seguir sus pasos, pero los conversos tenían prohibido estudiar medicina. Necesitaban demostrar “limpieza de sangre”, así que Laguna se fue a París, estudió medicina y acabó siendo médico de dos papas.
“Como cabra”
“En una época en la que la medicina estaba en mantillas, él luchaba contra la magia y sólo aceptaba lo que podía comprobar experimentalmente”, explica Sacristán. Laguna tradujo el Dioscórides, un tratado médico escrito en el siglo I por el cirujano griego Pedacio Dioscórides, que acompañó a los ejércitos romanos de Nerón, Calígula y Claudio. Pero no se limitó a traducirlo, sino que lo corrigió y completó hasta duplicar sus páginas, tras años “discurriendo como cabra por todas aquellas montañas” en busca de animales, plantas o minerales beneficiosos para la salud humana.
El llamado Dioscórides de Laguna, publicado en 1554, fue obligatorio en las boticas españolas hasta finales del siglo XVIII. Estaba escrito en un lenguaje tan llano y directo que cualquiera podía entenderlo. “Aplicado también el mesmo cozimiento a las tetas, las constriñe y reforma, de tal manera que aunque sean barjuletazas [bolsas grandes de cuero] las buelve como manzanicas de por San Juan”, comentaba el médico sobre un potingue vegetal.
En plena caza de brujas y reinando la superstición, Laguna abogó por el método científico. Por ejemplo, extrajo veneno de víboras y se lo inoculó a diferentes animales para observar sus efectos. También se preocupó por la salud pública, como cuando denunció el alcoholismo que carcomía todos los estamentos sociales, incluidos los curas. “Lo que no se puede decir sin lágrimas sobre los eclesiásticos… así que ya por nuestros pecados, casi en todas las regiones de Europa es tan celebrada, tan seguida y exaltada la borrachez, que si vivimos algunos días, la veremos canonizada por santa”.
Humor ácido
“Tenía un sentido del humor bastante ácido”, comenta Sacristán, director de la Fundación Lilly, editora del libro. En sus textos, Laguna se burló de los que todavía pensaban que sobre el árbol del laurel no podía caer un rayo, como creían los emperadores romanos que cubrían sus cabezas con coronas de laurel a modo de protección.
En su Dioscórides, Laguna cuenta cómo en una botica de Metz habían preparado una medicina contra la impotencia de un novio y, por otro lado, un laxante para un fraile. “Aconteció que trastocándose los brebajes por yerro, el novio (el cual bebió la del fraile) pusiese aquella noche del lodo, y aún peor, la cama y la novia: y el fraile por otra parte, que tomó la del novio, anduviese por todo el convento (como podéis bien pensar) hecho un endemoniado, que no bastaban pozos, ni aljibes, ni estanques, para resfriarle”, narra con guasa.
Laguna fue, además, un médico con conciencia social. Si viviera hoy, seguramente lucharía contra el evergreening, una turbia táctica de algunas farmacéuticas para alargar el monopolio sobre sus medicamentos, blindándolos con patentes sobre modificaciones mínimas. A Laguna le disgustaba “hazer que gasten los enfermos su hazienda” en raíces y plantas “a precio de oro” pero tan eficaces como otras más baratas.
El economista Antonio Horcajo, uno de los nueve coautores del libro, recuerda cuando Laguna subió a la tribuna de la Universidad de Colonia (Alemania) el 22 de enero de 1543. Iba vestido con capa negra y capuz. La sala, abarrotada por príncipes y nobles, estaba iluminada por antorchas negras. Todo estaba de luto, para escenificar el estado de “la desdichadísima y lamentable Europa, toda caduca y resquebrajada”.
Pacifismo en pleno siglo XVI
Entonces, Laguna pronunció su premonitorio Discurso de Europa. La que a sí misma se atormenta, un llamamiento a la concordia, instando a los europeos a reforzar sus lazos culturales comunes y a olvidar sus diferencias ideológicas y religiosas. Las guerras, clamó Laguna, “roban al pueblo, abruman a los buenos, incitan a los malos a tétricos y horrendos crímenes, acaban con las artes liberales, estorban el cumplimiento de las leyes, impiden el comercio, y, finalmente, conceden a muchos amplia impunidad y licencia para el adulterio, el asesinato, el latrocinio, el perjurio, para socavar o escalar muros, para el incendio, para la devastación, para toda clase de atropellos”.
“Andrés Laguna, sin duda, es el primero que clama por la unión de Europa, en un momento en el que había un pugilato entre Francisco I de Francia y el emperador Carlos V”, opina Horcajo. “Su Discurso de Europa dejó atónitos a todos. Y es un discurso que sigue siendo válido hoy”, añade.
Su prestigio llegó a ser tan grande que el rey Felipe II le pidió que formara parte del séquito que iba a recibir a su futura esposa, Isabel de Valois, en la frontera con el reino de Francia. Laguna, enfermo de hemorroides, aunque posiblemente padeciera en realidad un cáncer de colon, quiso satisfacer al rey. Pero murió por el camino, el 28 de diciembre de 1559.
Su nombre estará para siempre escrito en muchos hogares del mundo, escondido en las páginas de El Quijote. “Tomara yo ahora más aína [fácilmente] un cuartal de pan o una hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrado por el doctor Laguna”, decía Don Quijote a Sancho Panza en la mejor novela de la historia.
[Artículo publicado en Materia]