Cultura
Las Olimpiadas Obreras: otra manera de entender el deporte
A principios del siglo XX, las organizaciones deportivas de trabajadores crearon una alternativa a unos Juegos Olímpicos mercantilizados
En la Europa de los años 20 y 30, se intentó abrir un camino muy alejado del concepto de negocio y competencia extrema que hoy impregna cualquier evento deportivo: las Olimpiadas Obreras, que movilizaron a miles de aficionados que entendían el deporte como un instrumento de participación y confraternización entre los pueblos.
Las luchas sindicales en los países occidentales habían logrado instaurar la jornada de ocho horas, por lo que muchos trabajadores aprovecharon el tiempo libre para lanzarse a la práctica del deporte. Sin embargo, las escuelas ya tenían un fuerte componente elitista, por lo que el movimiento obrero quiso impulsar su propia alternativa. Se celebraron sólo cuatro citas –en Frankfurt (1925), Moscú (1928), Viena (1931) y Amberes (1937)–, pero fueron suficientes para mostrar la voluntad de llevar a la práctica otra manera de entender el deporte.
Las Olimpiadas Obreras huían de la figura del atleta profesional, reivindicaban el espíritu de superación más que el de competencia y tenían como objetivo conseguir la paz mundial a través del contacto que facilitaban estos eventos. Los obreros veían los Juegos “burgueses” como un medio de propaganda para exaltar valores nacionalistas, que, además, estaban totalmente mercantilizados.
De este modo, cuando terminaba una prueba, no sonaba el himno del país de origen del ganador, sino la Internacional, y sólo ondeaba una bandera: la roja, que representaba la unión de todos los trabajadores del mundo. Del mismo modo, rechazaban la creación de ídolos y récords. El deporte debía ser para las masas, pero no mediante el consumo, como meros espectadores, sino a través de la participación plena.
Las primeras Olimpiadas Obreras se celebraron en Frankfurt, en 1925. Su capacidad de convocatoria fue creciendo hasta que, en 1936, se designó a Barcelona como la ciudad escogida para celebrar el macroevento. Ese mismo año, los Juegos oficiales se celebraron en la Alemania de Hitler, por lo que la Olimpiada Popular, como se conoció en España, tenía especial importancia como contrapeso. Por su parte, el gobierno de la República decidió no enviar representación española a Berlín a modo de boicot.
A Barcelona llegaron miles de atletas de más de 20 países, incluído un equipo de judíos perseguidos por el fascismo europeo. Pero Mola, Franco y el resto de golpistas dieron su asonada militar. La cita tuvo que cancelarse a toda prisa y, aunque la mayoría se marchó de vuelta a sus países de origen, muchos deportistas permanecieron en España.
Así lo describe el historiador Antony Beevor: “El acto no fue posible porque la pasión de la lucha lo desbordó todo. Muchos de los atletas extranjeros que esperaban en sus alojamientos y hoteles se unieron al día siguiente a los obreros para luchar contra el fascismo, y unos 200 de ellos se incorporaron más tarde a las columnas de las milicias populares”.
Al año siguiente, en plena guerra, una delegación de atletas españoles participaría en las Olimpiadas Obreras, que habían sido trasladadas a Amberes. En el desfile inaugural, el grupo avanzó con un coche en el que se podía leer: “No pasarán”.
Este artículo está incluido en el número 9 de La Marea, que puedes encontrar en kioskos y aquí