Sociedad

Nómadas en busca de una oportunidad

Hasta 300 personas esperan ser desalojadas de las naves que han ocupado en el barrio de Poblenou de Barcelona. Su día a día es hoy más incierto que de costumbre.

BARCELONA // El sol del mediodía aprieta ya con fuerza. Mamadou agarra fuertemente con una mano un viejo motor desvencijado. Con la otra, sujeta una barra de hierro y hace palanca para extraer partes de metal, que venderá a las empresas de chatarra. Obtiene entre 10 y 15 euros al día, que le sirven para alimentarse y enviar una parte a su familia, en Senegal, de la que es responsable. El trabajo en la chatarra le ha dejado un ojo malherido con el que apenas ve. Después de cinco años en Cataluña, sin papeles, es la única opción de trabajo que tiene. “En todo este tiempo no he tenido ningún problema con la policía, sólo por ocupar, porque necesito un espacio”, relata.

Junto a otras casi 300 personas, subsiste en una antigua fábrica situada en la calle Puigcerdà del barrio del Poblenou de Barcelona, entre el nuevo distrito tecnológico del 22@ y las pomposas construcciones que en el 2004 acogieron el Fórum Universal de las Culturas. La fábrica es uno de los mayores asentamientos en la capital catalana. Un conjunto de naves destartaladas en el que viven personas de diversos orígenes. La mayoría son subsaharianas, pero también hay magrebíes, europeas del Este, sudamericanas y españolas. A lo largo del día, aquí llegan a trabajar hasta 700 personas. Un pequeño barrio que no sale en los mapas y que durante casi dos años ha acogido a un grupo heterogéneo empujado a la exclusión.

Desde hace unas semanas, los habitantes de la nave no tienen luz. El Ayuntamiento la cortó alegando que no podía dar suministro a un lugar privado que esta ocupado, así que durante las noches deben alumbrarse con velas y alguna que otra bombilla que alimenta un generador. Agua corriente nunca han llegado a tener. Dos calles les separan del punto de agua más cercano, situado en otra nave ocupada en la calle Pere IV, ésta mucho más pequeña. Con bidones tirados por un carro de la compra salen a recoger el agua para beber y asearse. Cogerla en las fuentes públicas ha comenzado a ser un problema por las quejas de los vecinos acerca de las colas que se formaban ante la fuente. En alguna ocasión, guardias urbanos les han prohibido cogerla.

A pesar de las dificultades, en la nave tienen organizada una pequeña colectividad. Los alojamientos son de lo más variopinto. En una amplia sala, con centenares de objetos desperdigados por doquier y basura acumulada, han levantado chabolas con planchas metálicas y tablones de madera, cada una pegada a la de al lado. La mayoría tiene un candado con el que sus propietarios protegen sus enseres. En el segundo piso del otro ala de la nave, varias estancias contiguas se extienden por un largo pasillo. En una de ellas vive Santiago, argentino, y uno de los primeros ocupantes de la nave. “Estaba en la calle y un amigo me dijo que viniese. Yo soy cocinero, pero sin papeles no puedo trabajar y me dedico a la chatarra”. Él incluso tiene inodoro propio, y una segunda planta donde tras una cortina oculta su cama. Tras la orden de desalojo, está trasladando sus pertenencias a casa de un amigo aunque, asegura, “allí no me puedo quedar”.

Un cartel en la entrada de una amplia sala anuncia la presencia de la peluquería. “Aunque ya no funciona, desde que nos quedamos sin luz”, explica Ibrahima, escultor senegalés y con más de diez años de residencia en España. Él es uno de los artistas de la nave, donde incluso daba clases a los vecinos. Sus obras de arte africano, talladas a cincel y martillo sobre tablas de contrachapado, están expuestas en el Ateneo Flor de Maig, un centro social recuperado por los vecinos del Poblenou.

Decenas de salas con las paredes agrietadas se encuentran repletas de los más diversos objetos: cazos, bidones de aceite, ropa, peines de plástico, revistas, y así hasta el infinito. También mucho metal. En las tres calles que se forman entre las diferentes alas de la nave se hace la vida en común, habitualmente con un café entre las manos, que las mujeres elaboran con una hierba dulzona que en wólof (lengua hablada en Senegal y Gambia) recibe el nombre de djar.

El relator de la ONU para racismo y xenofobia, el keniata Mutuma Ruteere, visitó el asentamiento a principios de año. En sus conclusiones, calificó la situación de las cientos de personas que viven en la nave de “abominable”, e instó a España a “encontrar una solución de derechos humanos a largo plazo para las condiciones de trabajo y de vida de los migrantes que se encuentran en el Poblenou, donde viven en condiciones inhumanas y degradantes”.

La historia no es nueva. Hace más de una década que Barcelona arrastra de forma crónica el problema. Cientos de inmigrantes que no pueden acceder a un empleo ni a una vivienda que sobreviven ocupando espacios donde poder dormir y, sobre todo, trabajar, en la mayor parte de los casos recogiendo y vendiendo chatarra y otros objetos que sus convecinos tiran a la basura. La crisis, además, ha provocado que muchos de aquellos que consiguieron un empleo y un permiso temporal de residencia hayan vuelto a caer en la exclusión.

Así, en la nave de la calle Puigcerdà viven personas que en el 2002 ya ocupaban los antiguos cuarteles militares de Sant Andreu. Entonces fueron desalojados a la fuerza por la policía. Desalojos similares se repitieron durante los años posteriores, como el que el pasado enero tuvo lugar en la calle Sancho d’Àvila, también en el Poblenou, con lanzamiento de gas pimienta incluido.

Por ello, desde que el pasado 19 de junio el juez ordenase el desalojo de las naves de la calle Puigcerdà, en la fábrica domina el temor y la incertidumbre. “Cuando venga la policía yo ya no estaré. Yo me voy. Vienen a primera hora, cuando la gente está durmiendo… te rompen el brazo… ya lo he sufrido en otros desalojos. Están locos”, asegura Abdul, un joven gambiano que circula por la nave montado en bicicleta.

El deseo de los habitantes de la nave es poder quedarse en ella, aunque saben que la orden de desalojo es irrevocable. Aquí han logrado construir un espacio que, si bien en condiciones de precariedad extrema, les sirve para guardar los materiales con los que trabajan, tener un hueco donde guardar sus pocas pertinencias, y ayudarse unos a otros. Con bombonas, hornillos y alguna cocina de gas elaboran la comida. “No tenemos otro lugar a donde ir, aquí defendemos nuestra dignidad”, dice Wendy, mientras prepara raciones de comida que vende a sus convecinos.

En el interior de uno de los cuatro bares que hay en la nave, espacios donde han construido una pequeña barra y guardan bebidas y alimentos, Axel, un joven belga, expresa su desconfianza respecto a que la movilización que han iniciado dé sus frutos: “No hay solución. Por eso yo no me implico”.

Y es que las diferencias culturales y sobre todo el tiempo que cada uno lleva en España y su conocimiento del idioma provocan que la implicación en la movilización para salvar su estancia en la nave sea muy diversa entre unos y otros. Para aquellos que llevan más tiempo en Barcelona, y que incluso han vivido otros desalojos, se hace más evidente que cuanto mayor sea la movilización y la difusión en los medios de su situación, más opciones tendrán de que el Ayuntamiento les ofrezca una salida. “¡Nosotros somos inmigrantes! No senegaleses, ni gambianos o nigerianos. ¡Somos de la misma condición y debemos mantenernos en pie!, exclama megáfono en mano Kheraba durante una de las asambleas.

Él tiene un largo historial de movilización. Desde el movimiento “papeles para todos” hasta la acampada del 15-M en la plaça de Catalunya. “Aquí nunca hemos tenido estabilidad. Llevamos casi dos años pero nunca hemos sabido si a los pocos meses nos iban a echar. Eso psicológicamente es un problema, y no nos ha permitido asentarnos mejor”, lamenta en un perfecto catalán. “Kheraba y yo hacemos una labor humanitaria. Ayudamos, acompañamos”, apunta Ibrahima.

Arturo Márquez está finalizando un doctorado en antropología en la Northwestern University de Chicago. Lleva varios meses acudiendo regularmente a la nave. “En términos generales, la convivencia en la nave es entre compañeros de negocio y cociudadanos más que entre miembros de diferentes nacionalidades. Hasta hace poco, la nave era un sitio de mucha actividad económica, en donde todos participaban como posibles compradores y/o vendedores de bienes de capital. El dinero fluye en cantidades pequeñas, pero el hecho de circular constituye una estabilidad estructural en el trato socioeconómico”, explica Márquez. “En la nave, las referencias al civismo, la propiedad privada, y la libertad limitada son herramientas claves para llegar a momentos de consenso y así evitar y/o mediar problemas”, añade.

Casi 90 entidades han firmado el manifiesto de apoyo a los habitantes de la nave. Sus demandas son obtener un techo donde vivir, un lugar en el que trabajar, y regularizar la situación de todos los que no tienen papeles. Su principal reclamo, poder constituir una cooperativa para legalizar el trabajo de la chatarra, un extremo que el ayuntamiento descartó desde el primer momento. El portavoz de la Red de Apoyo a los Asentamientos de Poblenou, Manel Andreu, confiesa que tiene la sensación de que el Ayuntamiento “está recibiendo presiones del gremio de chatarreros”.

En octubre del año pasado entró en vigor el plan municipal de asentamientos irregulares. Desde entonces, detallan fuentes municipales, 46 personas, de las más de 700 que calcula el ayuntamiento que viven los cerca de 60 asentamientos de la ciudad, se han acogido a los planes de inserción laboral. Pero para acceder a ellos, las personas deben tener regularizada su situación. Así que para los que no tienen los papeles en regla, el ayuntamiento ofrece un alojamiento temporal y la asistencia de la Cruz Roja. Pero estas ayudas, lamentan los habitantes de las naves, son sólo temporales y no les ofrecen una solución.

Las ayudas presentadas no se dirigen al grupo, sino a cada persona como individuo. «En general, esto ha sido un grave error. La ayuda individualizada ha conllevado un gran trabajo de campo. Había que hablar sólo con una persona cada vez de manera «confidencial» y hasta pedir que otros se alejaran. Esto ha creado mucha desconfianza”, asegura Márquez.

“Nosotros somos trabajadores, queremos trabajar, y no pasar a ser dependientes, que es lo que nos ofrecen”, defiende Kheraba. En la asamblea que la semana pasada reunió a un centenar de personas después de que una delegación de la nave se entrevistara con el alcalde Xavier Trias, el sentimiento dominante era: “No nos fiamos”. Aun así, la reunión oficial fue valorada como una pequeña victoria: “En 15 años es la primera vez que acceden a hablar con nosotros en el Ayuntamiento, y con el alcalde enfrente para poderle decir todo lo que hemos sufrido”, asegura Kheraba.

Sin embargo, casi nadie espera que el consistorio atienda sus demandas. “Lo que pretenden con la Cruz Roja es dividirnos. No queremos soluciones individuales sino colectivas. Si vamos por la vía individual perderemos la fuerza que tenemos aquí. Y perderemos”, sentencia Ibrahima. Las intervenciones son seguidas de aplausos. Otro joven recoge el megáfono: “No queremos ir a un piso donde nos vigilen, donde nos pongan horarios. Queremos poder salir a trabajar cuando queramos. Si no podemos quedarnos aquí vamos a ocupar otro sitio. Aquí vivimos en chabolas. Pero somos libres”.

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Comentarios
  1. Las noticias de derechos humanos tienen menos repercusión que las políticas y económicas, por eso son más necesarias.
    Muy buen texto Braís.

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