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Colombia: primeros apuntes del viaje para investigar el aceite de palma

Quien sembró, de las más sádicas y crueles formas imaginables, el terror en extensos territorios de Colombia no fue la guerrilla: fueron los paramilitares

7 de enero de 2016. Llego al departamento colombiano de Nariño, en la frontera con Ecuador, en la resaca del célebre carnaval de Pasto, con la firme intención de investigar los impactos socioambientales de la palma aceitera en Tumaco, un municipio costero a seis horas de carretera de Pasto, la capital del departamento. Las primeras entrevistas a organizaciones sociales me dejan claro, si es que no lo sabía ya, que va a ser un gran desafío:

– Tienes que encontrar gente de las comunidades y de derechos humanos que te acompañe, linda. No sería la primera vez que tenemos un muerto por haber ido por ahí a investigar.
– Aquí las comunidades son las únicas que pueden garantizar tu seguridad.

Así que me voy a las comunidades, y allí me dicen cosas como ésta:

– La zona está muy militarizada. Uno no sabe. Toca verificar la situación, convocar a la guardia indígena. Todo el tiempo hemos tenido amenazas. ¿No puedes volver en un mes?

No, no puedo volver en un mes; en un mes estaré tomando el avión de regreso a Buenos Aires, y para entonces debo recorrer varios destinos en Ecuador y en Colombia. Así que me insisto y doy con algunos guías locales que me llevan a las plantaciones. Nadie quiere dar su nombre y, cuando pregunto por la palma en las veredas -las pedanías cercanas a las plantaciones palmeras-, encuentro a cada paso un tenso silencio que contrasta con el bullicio tan propio de las comunidades negras del Pacífico colombiano. Consigo llevarme un panorama de la región, aunque los testimonios más contundentes sólo los podré encontrar en Bogotá, a cargo de desplazados nariñenses que en la capital se sienten más protegidos de las amenazas paramilitares.

Todavía me sorprende el modo en que los colombianos han naturalizado la fuerte presencia militar y policial: aquí, los policías, casi siempre muchachos que no pasan de los 20 años, cargan fusiles o metralletas listos para disparar; en Tumaco para llegar al centro del pueblo debo atravesar varios retenes militares. Según nos cuentan quienes acceden a hablar, el paramilitarismo se ha fortalecido desde que las Farc acordaron el alto el fuego, en el marco de las negociaciones de paz de La Habana. Si bien es cierto que la guerrilla parece haber olvidado en muchos territorios su objetivo primigenio de mejorar la vida de los campesinos, en Tumaco había servido de contrapeso al avance de los grupos armados, léase paramilitares, hoy llamados eufemísticamente bacrim (bandas militares).

Recuerdo en Tumaco la confesión que me hizo mi primera entrevistada en Medellín, una académica que realizó su tesis doctoral sobre la palma en Colombia: “Al principio, era tan ingenua que pretendía investigar la palma al margen del conflicto; después me di cuenta de que era imposible”. Nada o casi nada de lo que sucede en Colombia, y menos en términos de macroeconomía y territorio, puede analizarse sin tener en cuenta el contexto de violencia que sufre el país hace 60 años, al menos. Y, así como en 2013 aprendí que la acción paramilitar era inseparable de los intereses de las multinacionales -aunque sea tan difícil demostrarlo con pruebas irrefutables-, ahora voy entendiendo la imbricación entre el despojo a manos de los paramilitares, que dejó millones de desplazados y unas cinco o seis millones de hectáreas abandonadas, y la expansión de los terratenientes y los empresarios palmeros.

Difícil transmitir a quien no estuvo en esos territorios el horror de los crímenes perpetrados por los grupos paramilitares que, en los años 90, cometieron masacres de tal atrocidad que obligaron a huir a pueblos enteros. Algunos de ellos, en el Chocó, en Nariño o en Montes de María -una región próxima a Cartagena de Indias-, se encontraron, cuando pudieron regresar, que sus tierras habían sido plantadas con palma; irreconocibles, inservibles para volver a cultivar plátano, yuca, maíz, árboles frutales.

Pueblos enteros siguen atravesados por un nivel de violencia que sólo se explica asumiendo que el objetivo principal de los paramilitares era sembrar el terror. Masacres de cinco, diez, cuarenta, cien personas; cuerpos descuartizados vivos, para que quienes lograron huir escucharan sus lamentos; mujeres sistemáticamente violadas, prostituidas, robadas. Seis millones de desplazados, que huyeron aterrorizados dejando atrás sus tierras, sus casas, sus pertenencias, sus recuerdos, las tumbas de sus muertos. Millones, muchos millones de vidas arruinadas. Mucho dolor, lágrimas y sangre vertidos sobre la exuberante tierra colombiana, esa que, dicen, es la más biodiversa del planeta, capaz de producir cualquier tipo de alimento, pero incapaz de saciar la codicia de oligarquías locales e internacionales.

Quien sembró, de las más sádicas y crueles formas imaginables, el terror en extensos territorios de Colombia no fue la guerrilla: fueron los paramilitares, a veces de la mano declarada del Ejército, otras veces veladamente; siempre, bajo la connivencia de un Estado que, hasta hoy, no ha tenido empacho en tolerar esa violencia sádica para hacerle la guerra sucia no ya a la guerrilla, sino a lo que ésta representó en origen, 60 años atrás: las demandas insatisfechas de un campesinado oprimido que reivindica sus modos de producción, sus formas de ser y hacer, sus conocimientos no plegados al discurso de un desarrollo que sólo se sacia con crecimiento económico, inversión extranjera y expolio de recursos naturales. Y casi siempre con la complicidad de Washington, que a través de sucesivos planes de supuesta guerra a las drogas, ha inyectado dinero a esa guerra fratricida, mientras la Casa Blanca y toda la comunidad internacional agasajan al presidente Juan Manuel Santos, que fuera ministro de Defensa con el Gobierno de Álvaro Uribe Vélez, bajo cuyo mando se incrementó el poder de los grupos paramilitares hasta el paroxismo. Un poder que hasta hoy mantienen en forma de extorsiones, amenazas y, también, asesinatos contra quienes se animan a hablar en voz alta.

A quienes siguen resistiendo, a pesar de poner en peligro sus vidas, no se trata de darles voz, que ya la tienen, y hablan alto y claro. Los periodistas de todo el mundo tenemos la responsabilidad de abandonar tantos dobles raseros y comenzar a informar con honestidad sobre Colombia, un país atravesado por complejos procesos de los que eso que llamamos el Primer Mundo no es en absoluto inocente. Esas resistencias combaten las armas produciendo alimentos; empeñados en que sus lógicas de producción, autosostenibles y no contaminantes, sobrevivan. Quieren sembrar yuca y plátano en lugar de palma aceitera que dará de comer a los automóviles. Tal vez de su éxito depende la supervivencia de la propia especie humana…

*La foto es de Jheisson A. López, que, paciente y resolutivo, me acompañó en este viaje.

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[Artículo publicado en Carro de Combate]

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