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La anciana de las primaveras secuestradas
Crónica desde Birmania de las primeras elecciones libres desde 1990
YANGON (BIRMANIA) // La anciana de las primaveras secuestradas lleva meses temiendo este día. Temía escuchar los pasos que anunciaban la llegada de sus hijos, y de esos nietos que hablan un inglés de universidad de pago. Temía el momento de vestirse con el traje de los días importantes y avanzar hasta la frontera imaginaria de la Boundary Road. Al llegar allí, al laberinto de calles rectilíneas por el que paseaba Pablo Neruda cuando todavía era el cónsul Ricardo Neftalí Reyes, la anciana de las primaveras secuestradas ha creído tener una pesadilla. Birmania, la Birmania de la democracia disciplinada, estaba votando. Y eso le aterraba. Nunca en sus 82 años de vida las elecciones han traído algo bueno. En el país de la anciana de las primaveras secuestradas la democracia siempre ha sonado a cazuelas vacías. A visitas a la cárcel. A cucharas rechinando sobre los restos de un arroz de ayer.
Mientras se acercaba al colegio asignado, la anciana de las primaveras secuestradas se dio cuenta de que nadie reparaba en su miedo. “El de hoy es un día histórico”, repiten los noticiarios en televisión. “It’s time”, dicen los periódicos. Todos en Yangon, la ciudad de los edificios de acuarela, creen que ha llegado el momento. Que el tiempo de los militares ha pasado ya. Que hoy se han despertado para hacer historia. A la anciana de las primaveras secuestradas la historia le aterra. Ha visto demasiada. Mas no se atreve a abrir la boca. Prefiere sonreír, escondida tras unas gafas que ya hace tiempo que dejaron de ser nuevas. Es una sonrisa terrorífica.
A unos metros de allí, en el colegio de la calle 12, una familia de ascendencia china se deja fotografiar con los meñiques en alto. La tinta, descolorida, como imagen de victoria. “Hemos pasado más de una hora esperando”, explica el hijo. La cola de votantes, a su espalda, atestigua su paciencia: las sillas colocadas con orden milimétrico a ambos lados de la calzada están repletas; los últimos esperan de pie.
¿Aung San Suu Kyi?
Gesto de victoria. Sonrisa. “Shu, shu”, dice su padre, a unos metros de distancia, acallando su voz con los dedos. La tinta, descolorida, como retrato del silencio. Son las 9:30 de la mañana y la vida en Yangon parece haberse paralizado. En la avenida Maha Bandula, entre los arcos imperiales del ayuntamiento y los campanarios de la iglesia Baptista de Emmanuel, no huele a polen. Ni a perfume. Ni a excrementos. No hay rastro de ese olor indefinible del que hablaba Neruda. Esta mañana el mercado está vacío. Las jóvenes no pasean balanceando alborozadas las caderas bajo el longyi. Ni siquiera huele a verduras podridas. Hasta puede que hayan limpiado el musgo de la Sule pagoda.
El cruce con la calle 14 está repleto de paraguas. Dos jóvenes se afanan a montar una nueva sombrilla. En cuestión de minutos toda la acera se ha convertido en un pasadizo de sombras. Las muchachas, con su thanaka derretida sobre las mejillas doradas, agradecen el respiro. Entonces, vuelven su mirada al teléfono móvil. Ahora sí están listas para selfie. ¿Cómo no van a inmortalizar el día que Birmania celebra sus primeras elecciones libres desde 1990? Es un día histórico. Y todo el mundo ha venido a ser testigo: centenares de periodistas, observadores internacionales, mochileros despistados… Ellos también tienen derecho a su foto.
Aquí, en la cola de la calle 14, se da por sentada la victoria de “La Dama”, aunque nadie lo dice, quizá por temor a gafar su dicha. Quizá porque saben cómo urden los militares. “Peligro, peligro”, repite un hombre con los dientes teñidos de rojo por la nuez de betel. Entonces se lleva el dedo a los labios. “Shu, shu”. Silencio. Al otro lado del barrio, junto al puerto repleto de cargueros chinos, la conversación fluye sin tantos silencios. Hay más de mil votantes registrados, y la gran mayoría ha acudido antes del mediodía.
Dicen que la tarde traerá la lluvia. En la televisión de un restaurante cercano, una de las pocas delicias de chinatown abierto a esta hora, emiten ya las imágenes de los candidatos votando: Aung San Suu Kyi, en su pueblo natal, rodeada de cámaras y simpatizantes que gritan “¡Aung Pi, Aung Pi!”; el presidente, Thein Sein, en Nay Pyi Taw, la capital megalómana de avenidas vacías, rodeado de sus acólitos militares. En la televisión no hay imágenes de los territorios étnicos del norte. Tampoco de los campos de desplazados rohingya del oeste. Nadie en Yangon se pregunta a qué suena allí la democracia.
“Yo no puedo votar. No estoy incluido en las listas. Envié en dos ocasiones la solicitud para que me incluyeran, pero no tuve éxito. Al menos mi mujer sí puede votar”, asegura un joven de etnia bamar, la mayoritaria en el país, mientras espera pacientemente por su esposa. Tiene agua. Una silla. Y una buena sombra. Más que muchos otros días. Quizá por eso no le importa demasiado que a él también le hayan excluido de las elecciones. En Birmania la democracia no es para todos. Y eso es algo que todos aquí parecen aceptar.
La anciana de las primaveras secuestradas camina despacio. Más despacio aún de lo que lo hace habitualmente. No tiene prisa. De hecho, preferiría no llegar nunca. Hoy, aquí, en este preciso instante en el que el sol le broncea la piel se puede decir que es feliz. Y eso le aterra.
-¿A quién ha votado?
-“No te lo puedo decir, pero lo sabes”, responde con esa sonrisa pícara de los niños que ya han cumplido los 80.
Mientras se aleja, la anciana de las primaveras secuestradas vuelve la vista al cielo. Las nubes asoman todavía lejanas sobre un cielo de azul infinito. Lloverá. Yangon volverá a quedarse sin luz. Sin embargo, a la anciana de las primaveras secuestradas ya no le importa demasiado. Nunca creyó que vería llegar el mañana.