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¿Hay que incluir en el TTIP la “responsabilidad social”?
Los autores apuestan por un nuevo marco de obligaciones jurídicas a nivel internacional que fuerce a las grandes empresas a respetar los derechos humanos
Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro* // En el Parlamento Europeo se aprobó, hace un par de semanas, un texto en el que se recogen algunas orientaciones a la Comisión Europea de cara a las negociaciones del Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones entre la Unión Europea y Estados Unidos (TTIP). En el documento se incluyeron, a propuesta del Grupo Socialista, dos enmiendas que mencionan la necesidad de que “el capítulo de desarrollo sostenible sea vinculante y de obligado cumplimiento”, así como de “incluir normas sobre responsabilidad social de las empresas”. Así, vuelve a ponerse de actualidad de nuevo una discusión que, en realidad, nunca ha dejado de estar presente cada vez que se ha hablado de cómo regular las operaciones comerciales y las inversiones de las empresas transnacionales: ¿acuerdos voluntarios o normas vinculantes?
Todo este debate tiene que ver con un concepto, el de la “responsabilidad social” de las grandes corporaciones —la llamada responsabilidad social corporativa (RSC) o empresarial (RSE)—, que se había quedado en una especie de standby tras el estallido de la crisis financiera y la tragedia del Rana Plaza en Bangladesh. Ahora, a raíz del TTIP y con el horizonte de que puedan reforzarse aún más la lex mercatoria y la “seguridad jurídica” de los contratos de las compañías multinacionales en detrimento de los derechos de las mayorías sociales, resurge la idea de incluir la “responsabilidad social” como un elemento corrector de esta asimetría normativa. Pero, a nuestro entender, la RSC ya ha demostrado que no es un instrumento eficaz para controlar a las transnacionales y que, por el contrario, tiene mucho más sentido apostar por un nuevo marco de obligaciones jurídicas a nivel internacional que obligue a las grandes empresas a respetar los derechos humanos. Veamos por qué.
Voluntariedad. Desde que, a finales de los años noventa, la RSC se consolidó como un nuevo paradigma de gestión empresarial, las bases teóricas sobre las que sustenta este concepto han ido sufriendo una considerable evolución. Eso sí, sin llegar nunca a cuestionar los fundamentos que están en la raíz de la llamada “responsabilidad social”: la voluntariedad, la unilateralidad y la no exigibilidad jurídica. En la práctica, los programas de RSC y los códigos de conducta no comprometen a nada a las grandes compañías, que por su cuenta deciden qué firmar cómo hacerlo y cómo (no) cumplirlo. Como recalca la recientemente aprobada Estrategia española de RSE, “la adopción de políticas de responsabilidad social es voluntaria”, se trata de “prácticas que las empresas pueden adoptar de forma voluntaria, más allá de la legislación aplicable”.
Marketing y rentabilidad. En sus comienzos, la RSC se constituyó básicamente como una cuestión de comunicación: un contraataque empresarial para recuperar la imagen y reputación corporativas ante los escándalos financieros, desastres ambientales y conflictos laborales en los que muchas multinacionales se vieron implicadas. Después, la RSC 2.0 pasó a rediseñarse en torno al core business, el núcleo del negocio: sin negar su dimensión publicitaria, esta estrategia demostraba ser rentable para las grandes corporaciones mediante la maximización de ingresos, reducción de costes, gestión de riesgos, fidelización de la clientela y acceso a nuevos nichos de mercado. Lo resumía así hace cuatro años la propia Comisión Europea: “Un enfoque estratégico de la RSC es cada vez más importante para la competitividad de las empresas”, ya que “puede conducir hacia el desarrollo de nuevos mercados y crear oportunidades de crecimiento”.
Retórica y realidad. Tras el crash de 2008, surge lo que podríamos denominar la RSC 3.0. Es una versión actualizada de la “responsabilidad social” en la que, a la vez que continúan teniendo un fuerte peso el marketing —aunque es abandonada por las empresas que únicamente la concebían como una estrategia de comunicación— y esa visión estratégica que trata de conectar el “lavado de imagen” con la cuenta de resultados, la novedad reside en el hecho de contar con un renovado argumentario sobre cómo “proteger, respetar y remediar” los derechos humanos por parte de las grandes corporaciones… sin que, en ningún caso, se ponga en riesgo su lógica de crecimiento y acumulación. Los Principios Rectores sobre Empresas y Derechos Humanos, avalados por Naciones Unidas en 2012 como resultado del trabajo del relator especial John Ruggie, son el punto de inflexión que da paso a esta versión 3.0 de la RSC.
Soft law. La RSC y los códigos de conducta son fórmulas de soft law (Derecho blando) para “contener” el poder de las transnacionales. Y es que estas, por un lado, protegen férreamente sus derechos y, por otro, remiten sus obligaciones a sus memorias anuales y a la “ética empresarial”. De esta manera, con la inclusión —en tratados como el TTIP— de cláusulas de “responsabilidad social” podría darse la impresión de que las grandes corporaciones están sometiéndose al Derecho Internacional de los Derechos Humanos y, además, están avanzando en las “buenas prácticas”, cuando la realidad es que el dilema jurídico es flagrante: máxima fortaleza para la protección de sus derechos y, al mismo tiempo, máxima debilidad para el cumplimiento de sus obligaciones.
Competitividad y crecimiento. “La responsabilidad social puede servir como herramienta para contribuir a mejorar la capacidad de recuperación de la economía española”. Así comienza la Estrategia española de Responsabilidad Social de las Empresas 2014-2020, que se alinea con la estrategia de marca España en la apuesta por la “competitividad responsable” como estrategia central para “fortalecer la economía española y avanzar hacia la consecución de un crecimiento inclusivo y sostenible”. El análisis de este documento nos muestra la realidad de la “responsabilidad social”: en las sesenta páginas que tiene, la palabra competitividad aparece 27 veces; crecimiento, 11; confianza, 13; innovación, 7. Ideas como rendición de cuentas y sanciones, por el contrario, no figuran ni una sola vez en todo el texto; evaluación, apenas en una ocasión.
“Diálogo” y “buenas prácticas”. A principios de 2013, el Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación abrió un “proceso de diálogo con la sociedad civil” para elaborar el Plan Nacional sobre Empresas y Derechos Humanos. Y este plan, que a día de hoy aún no ha sido aprobado por el Consejo de Ministros a pesar de que fue tramitado hace ya un año, es un caso paradigmático de cómo funciona la RSC 3.0: con un perfeccionamiento discursivo en el que parecen tener reflejo ciertas cuestiones relativas a los derechos humanos cuando, en realidad, todo el peso se encuentra en los argumentos de la competitividad, la rentabilidad y las oportunidades de negocio para las grandes corporaciones. Porque, al fin y al cabo, todas estas estrategias coinciden en las medidas a implementar: sensibilización empresarial, comunicación y diálogo, buen gobierno, ética y transparencia, memorias y guías, códigos de “buenas prácticas”, acción social e intercambios de experiencias. Pero, a nuestro entender, los Estados no deberían plantear medidas de asesoramiento e incentivo a las empresas para hacer respetar los derechos humanos en sus actividades, sino de control y sanción; su labor habría de ser la de exigir, y en su caso sancionar, el cumplimiento de las normas que regulan los mismos.
Regulación y alternativas. Ante la negociación del TTIP y otros tratados comerciales y de inversión, es necesario restablecer la competencia territorial de los tribunales nacionales, recuperar el papel de los parlamentos y poner en marcha iniciativas legislativas populares. Y promover, a nivel internacional, normas que no contribuyan a reforzar la asimetría existente entre la lex mercatoria y el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, sino que, justo en sentido contrario, sirvan para poner los derechos de las personas y de los pueblos, como mínimo, al mismo nivel que los de las grandes empresas. No creemos que, en los tratados de “libre comercio”, sirva de mucho incluir cláusulas a favor del “desarrollo sostenible” y la “responsabilidad social” —en la citada enmienda del Grupo Socialista al TTIP se hace referencia al cumplimiento de las Líneas Directrices de la OCDE… que son voluntarias—, sino que en su lugar habría que incorporar menciones efectivas a favor de los derechos humanos. Como, por ejemplo, estas:
• Cambio de paradigma: un comercio de complementariedad, con respeto a los pueblos y a la naturaleza, frente a un comercio basado en la competitividad, la guerra y la destrucción.
• Jerarquía normativa: debe haber una primacía de los derechos humanos sobre las normas de comercio e inversiones.
• Consultas: que tengan en cuenta a las empresas, por supuesto, pero también a las administraciones públicas, organizaciones sindicales y de consumidores, movimientos sociales, personas y pueblos…
• Transparencia: en todo el proceso de tramitación; al menos, como en todo lo que tiene que ver con la tramitación parlamentaria.
• Bienes comunes: dejar el agua, la salud, la educación, los servicios públicos fuera de las normas de comercio y situarlos bajo tutela pública y colectiva.
• Soberanía judicial: poner fin a los tribunales privados de arbitraje, apostando por establecer instancias y órganos para el control público y ciudadano de las empresas transnacionales.
* Juan Hernández Zubizarreta es profesor de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU). Pedro Ramiro (@pramiro_) es coordinador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL).