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El Quijote de Reverte
"Todo texto puede ser trabajado en clase. No es necesaria ninguna amputación, no hace falta limpiarlo ni darle esplendor", sostiene el autor
«Ningún chaval de 15 años debería leer el Quijote a palo seco», aseveró Arturo Pérez-Reverte durante el acto de presentación de la adaptación «para jóvenes lectores» del Quijote que él mismo ha realizado –eliminando las digresiones, las tramas paralelas, modificando el léxico, etc.– y que publica Santillana en colaboración con la Real Academia Española.
La afirmación del autor de Alatriste funciona como la última bala disponible, y por lo tanto desesperada, en una batalla que creen perdida de antemano. Ante la llegada de los bárbaros, la civilización sólo puede retroceder un paso y hacerles una concesión: ofrecerles uno de sus textos más preciados, pero adaptándolo a sus limitaciones. Los bárbaros, esos «jóvenes lectores» a los que se les presume cierta incapacidad para leer el Quijote, podrán adentrarse al texto, al templo de la civilización, poco a poco, y sin hacer ruido, ya que se han apartado los obstáculos con los que podrían tropezar en el camino. De lo contrario, piensan aquellos que viven instalados en un Parnaso con acabados de lujo, nunca serán capaces de salir del barro.
Las palabras de Pérez-Reverte no son una ocurrencia, forman parten de cierto «sentido común» instalado en aulas y ministerios, de un debate recurrente, aunque no siempre las partes llegan al cuadrilátero con argumentos sólidos ni siquiera bien documentados. Es frecuente ver en los pasillos de los institutos a profesores debatir sobre si es conveniente leer en las aulas los clásicos de la literatura, que según parece poco interés suscitan entre el alumnado, y que más que fomentar la lectura la desincentiva; o si, por el contrario, es mejor dejar que sean los propios estudiantes quienes elijan sus lecturas, aunque entre sus predilecciones se encuentren las famosas aventuras de «exóticos vampiros enamorados, guapos, pero con cara de no tener muy buena salud» (que diría Marta Sanz). Ante este dilema parece que la Academia ha optado por gritar “Amputación o barbarie”: es preferible, como un mal menor, amputar a uno de los nuestros, a Cervantes en este caso, que regalar el espacio de la lectura a libros de cuestionada calidad literaria.
Sin embargo, el debate parte de una falsa oposición. No se trata de escoger un texto u otro, como si uno fuera válido y otro no. En mi opinión, no existe un texto difícil, sino preguntas adecuadas, bien o mal formuladas, sobre el texto que una clase se dispone a leer. No se trata tanto de adaptar el texto –en este caso, el Quijote– sino las preguntas que vamos a realizarle al texto. Evidentemente, sin un marco conceptual, histórico y cultural dado, resultará del todo imposible que un estudiante de secundaria pueda comprender qué hay detrás de los «duelos y quebrantos» que come don Quijote los sábados, como se observa en la primera página del texto cervantino (cosa que también le ocurre, dicho sea de paso a Nabokov, en su Curso sobre el Quijote, al desconocer la realidad histórica de la España de la época y ofrecer una alucinada interpretación sobre el gesto heroico de comer animales que murieron de muerte accidental). El no saber obtener la respuesta puede conducir al alumnado a la frustración y la frustración al abandono de la lectura. Pero si el profesor es capaz, una vez facilitadas las herramientas, de formular una pregunta que el alumnado pueda responder, inmediatamente pasará a la página siguiente, al capítulo siguiente, al libro siguiente. No se trata de cambiar el texto, sino de cambiar la forma de trabajar los textos.
Lo mismo puede ocurrir con las historias de vampiros. Es cierto que son novelas de consumo, más destinadas al ocio que al conocimiento, cuya lectura difícilmente invita al joven lector a acudir a un clásico de la literatura, sino a un libro de la misma factura. Sin embargo, son textos que, bien trabajados, pueden resultar de gran utilidad en las aulas. Se trata de buscar las preguntas adecuadas: ¿por qué nos gusta?, ¿solamente porque nos entretiene?, ¿cómo se construye el gusto?, ¿qué hace el texto con nosotros?, ¿cómo nos construye?, ¿qué valores reproduce y legitima?, ¿salimos siendo los mismos de la lectura?, etc.
Todo texto puede ser trabajado en clase. No es necesaria ninguna amputación, no hace falta limpiarlo ni darle esplendor. Aunque, bien mirado, todo depende si queremos trabajar sobre la realidad o sobre su artificio, lo cual es en parte muy quijotesco. Si la justicia poética existiera, don Quijote regresaría a la vida no para ser pastor, como era su último anhelo, sino para resumir en un solo volumen Las aventuras del capitán Alatriste y adaptarlas para un público adulto. Porque ningún chaval, una vez ha cumplido los 15 años, es capaz de leerlas.
Me ha encantado, sobre todo la ironía final. ¡Cuántas verdades!
Entonces, quizas en vez de adaptar el texto del Quijote, haya que adaptar al profesorado para que haga que un chaval/a de quince años ame esa lectura.
No creo que la responsabilidad sea individual (y se deba atribuir a cada profesor en particular). Creo que tiene que ver con el sistema de enseñanza, que es lo que hay que cambiar de raíz, en mi opinión.