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Brasil, en la encrucijada

Ante las inminentes elecciones, los activistas que se movilizaron en junio de 2013 se cuestionan si las candidatas a la presidencia del país representan la “vieja política”

[Reportaje publicado en el número 20 de la revista La Marea, ya a la venta en quioscos y aquí]

El domingo 5 de octubre, 142 millones de brasileños están convocados a las urnas para decidir quién ostentará la presidencia de la nación, así como los gobernadores de los Estados y la composición del Congreso y del Senado. Si no hay sorpresas, habrá segunda vuelta a principios de noviembre. Y todas las encuestas indican que pasarán al balotage dos mujeres: la actual mandataria, Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores (PT), y Marina Silva, que se presenta por el Partido Socialista Brasileño (PSB). Son viejas conocidas: ambas formaron parte del primer gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva y ya se enfrentaron en 2010, contienda que ganó Dilma con holgura, pero que dejó para Marina 20 millones de votos, un resultado inédito para la formación con la que se presentó, el Partido Verde (PV). Esta vez, la contienda se presenta mucho más ajustada.

Hasta agosto, todo parecía indicar que la historia se repetiría y Rousseff ganaría la presidencia en segunda vuelta contra su oponente conservador, Aécio Neves (del Partido de la Socialdemocracia Brasileña, PSDB). Pero la situación dio un giro de 180 grados cuando el 13 de agosto murió en un accidente de avión el candidato del PSB, Eduardo Campos, y Marina Silva, su compañera de formación, se convirtió en candidata a la presidencia. En sólo unos días las encuestas mostraron cómo Marina capitalizaba el descontento de la sociedad brasileña hacia la “vieja política”.

Para muchos, Silva representa la única opción de romper con el bipartidismo PT-PSDB, ampliamente deslegitimado por dos motivos: de un lado, la existencia de 32 partidos políticos conlleva la necesidad de articular alianzas basadas en intereses espurios antes que en afinidades ideológicas. De otro, los candidatos necesitan financiar carísimas campañas –la presidencial de 2010 costó unos 112 millones de euros–, y los mayores donantes son empresas privadas que firman contratos con las instituciones públicas, con las grandes constructoras a la cabeza. Y, como ha señalado el intelectual Frei Betto, “en política, el empresario no hace donación: hace inversión”.

Primeras movilizaciones

Marina ha captado así los votos de la abstención y también los de algunos votantes de izquierdas descontentos con la gestión del PT, un malestar que se dejó ver en las históricas movilizaciones de junio de 2013 y en las protestas que antecedieron al Mundial de Fútbol del pasado verano. Muchos de los movimientos sociales que participaron en esas manifestaciones critican el viraje del PT hacia posturas cada vez más conservadoras, que muchos achacan a esas delicadas y complejas alianzas.

Así lo atestigua Débora Maria Silva, coordinadora del movimiento Madres de Mayo, formado por las madres de las víctimas de la violencia policial en favelas y periferias de Brasil. Al hijo de Débora lo mató, a los 29 años, un policía; fue uno de tantos crímenes que, en 2006, protagonizaron los agentes del Estado en las favelas de São Paulo. Desde entonces, las madres de esos chicos piden el fin de esa impunidad y de la violencia estatal contra los jóvenes negros, pobres y de la periferia. Hay diálogo con el Gobierno, pero no avanza su principal demanda: la desmilitarización de la Policía, una herencia de la dictadura. El gobierno del PT, afirma Débora, les ha dado la espalda: “Aunque algunas personas del PT están a favor nuestro, hay ciertas cosas en las que el Gobierno no nos puede apoyar, porque perdería los votos de sus aliados”.

En ese contexto, Marina Silva, que cuenta con un pasado de poco apego a la partitocracia, se ofrece como garante de esa reforma política que tantos reclaman; pero, más allá de repetir la expresión “nueva política”, ni el discurso de Marina ni su praxis política parecen indicar que la candidata responda a las demandas de los manifestantes de junio. Así, en su intento por atraer votantes de izquierda y derecha, Silva cae en las contradicciones ideológicas en las que incurren esas mismas alianzas. Un ejemplo: la candidata se propone como “alternativa verde”, y su principal fuerza política es su trayectoria en defensa del medio ambiente; sin embargo, ha aceptado como compañero de fórmula presidencial a Roberto de Albuquerque, conocido defensor del agronegocio y cuya campaña ha sido financiada por una empresa de celulosa.

Esas contradicciones inquietan a los movimientos sociales. Marina se presenta como cara de la regeneración política y, sin embargo, cuenta en esta campaña con el sólido apoyo de la prensa conservadora y la oligarquía empresarial. Muchos activistas de izquierda creen que es una opción a la derecha del PT e, incluso, del PSDB: “Pese a tener una cara popular, Marina representa los intereses empresariales: nunca fue una figura de la izquierda, y menos ahora, con las alianzas que está construyendo. Su victoria supondría un retroceso”, concluye Guilherme Boulos, que, a sus 32 años, es miembro de la coordinación nacional del Movimiento de Trabajadores Sin Techo (MTST). Esas alianzas incluyen como estrecha colaboradora a Maria Alice Setubal, hija del presidente del Banco Itaú, el mayor del país. No extraña entonces que el programa económico de Marina incluya la independencia del Banco Central, una clásica medida neoliberal.

Por otro lado, la condición de Marina Silva de evangélica practicante la lleva a defender posiciones muy conservadoras en temas como el aborto y la homosexualidad, en un país con alarmantes cifras de muertes por abortos clandestinos y por agresiones homófobas. La presión de los líderes evangélicos se evidenció cuando, en septiembre, Silva sorprendió a la comunidad LGTB al incluir en su programa medidas muy avanzadas, como el matrimonio igualitario y la adopción. En menos de 24 horas, las presiones de líderes evangélicos obligaron a la candidata a retroceder. Con todo, la influencia de la bancada evangélica en el Congreso es tal –si fuera un partido político, sería el tercero más numeroso– que también Dilma Rousseff ha evitado cuestiones tan espinosas como el aborto.

El dilema del PT

El problema de fondo es que los tres mandatos del PT, dos con Lula y uno con Dilma, no han consolidado derechos. Se han logrado avances que suponen importantes mejoras en las condiciones de vida de millones de familias: menos miseria y más escolarización. Pero esas mejoras no han sido legisladas como derechos, por lo que terminan siendo concesiones del Estado que están amenazadas si cambia el Gobierno o la situación económica. Con un agravante: con la llegada de Lula, hubo una parte de los movimientos sociales que se desmovilizó. “Caló la idea de que, una vez en el Gobierno, el PT haría las reformas sociales que el pueblo demandaba, pero el PT no consiguió avanzar en ese proceso: Lula no logró romper con los interes del neoliberalismo, y el Gobierno se fue yendo cada vez más hacia el lado conservador”, explica Djacira Maria de Oliveira Araújo, coordinadora de Política Pedagógica de la Escuela Florestan Fernandes, del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MTST). Esta escuela, ubicada en los alrededores de São Paulo, ofrece formación política a miembros de movimientos sociales de toda América Latina. Desde esa perspectiva y desde su formación pedagógica, Djacira afirma con convicción que “el enemigo no es uno u otro gobierno, sino el modelo de desarrollo, y eso implica a toda la sociedad”.

Pero si ni Lula ni Dilma rompieron con los intereses del capital, y si ni Marina Silva ni Aécio Neves ponen en cuestión los avances sociales que supusieron los programas asistencialistas como la Bolsa Familia, entonces, ¿en qué se diferencian unos de otros? Alisson da Paz, poeta y activista del movimiento de cultura marginal que prolifera en las periferias de São Paulo, aporta una clave: “La diferencia fundamental entre el gobierno de Rousseff y uno más a la derecha sería la represión. Sería mucho mayor la ofensiva contra los movimientos y las resistencias sociales”.
Comparte su posición Guilherme Boulos: “El Gobierno petista no es un gobierno popular, pero por su origen está obligado a mantener un diálogo con los movimientos sociales y avanzar en ciertas conquistas, aunque sea con contradicciones internas”, sostiene el coordinador del MTST. Este movimiento, con presencia en siete Estados y acciones que involucran a 50.000 familias, es uno de los más activos de Brasil en la lucha por la vivienda digna. El MTST nació del MST y llevó a las ciudades a la principal forma de acción colectiva de los Sin Tierra: la ocupación de terrenos baldíos. Aprovechando el momento estratégico que fueron las movilizaciones previas al Mundial de Fútbol, el MTST levantó el campamento llamado Copa del Pueblo y arrancó al gobierno de Rousseff varios compromisos, como la creación de una comisión para prevenir los desalojos forzados de favelas.

Modelo agotado

Esas negociaciones probablemente no habrían sido posibles si hubiera habido un gobierno más conservador; pero ese tenso equilibrio entre el Gobierno petista y los movimientos sociales podría alterarse también si gana Dilma Rousseff. Boulos cree que, si renueva su mandato, el PT se encontrará ante una encrucijada: “El modelo de conciliación construido por Lula, que permitió la hazaña de conseguir un récord de ganancias para empresarios y banqueros al mismo tiempo que aumentaba el salario mínimo y se implementaban programas sociales, se ha agotado. Ese modelo se basaba en el crecimiento económico, pero ahora Brasil enfrenta la crisis. Eso va a colocar al PT y a Dilma en una encrucijada: tendrá que tomar partido y tocar los intereses de una de las partes. O avanza hacia el neoliberalismo y retroceden las conquistas sociales, o tendrá que enfrentarse en algún grado con los intereses del capital”. O, en palabras de Guiseppe Coco, profesor de la Universidad Federal de Rio de Janeiro: “El modelo de Lula, que combinó neoliberalismo y neodesarrollismo, está agotado”.

Para muchos movimientos sociales, Luciana Genro, la candidata del PSOL (Partido Socialismo y Libertad, escisión del PT), es la más afín a sus demandas, pero los sondeos no le dan ninguna posibilidad de pasar a la segunda vuelta. De ahí la idea generalizada entre muchos militantes de que la transformación social no pasa por unas elecciones: “El poder del Estado hay que disputarlo en las calles, no sólo en las urnas”, subraya Guilherme Boulos.

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